por Consejo de redacción
La economía argentina ya no es lo
que era por más que el obstinado relato oficial intente mostrar lo contrario.
Una pena, porque a partir de la crisis de 2001-02 y apoyada en un inédito
viento a favor, logró una notable recuperación y, sobre todo, que millones de
personas salieran de la indigencia o de la pobreza, encontraran un empleo y,
por qué no, recuperaran su dignidad. Ahora estamos al borde de una recesión, sin que
amaine la inflación, y la discusión de moda es si esto obedece al nuevo
coletazo de la crisis global o a falencias internas. Argumentaremos aquí que
las últimas tienen mayor responsabilidad que las primeras.
En 2007 se inicia el fin de una
etapa positiva de la política económica, caracterizada por el famoso tipo de
cambio alto, baja inflación, superávit gemelos –fiscal y externo– y un
razonable equilibrio entre exportaciones, sustitución de importaciones,
consumo, inversión y gasto público. A partir de allí se fue mutando sin aviso
hacia la alta inflación, la apreciación del peso, el déficit fiscal, la
anulación del superávit de la cuenta corriente del balance de pagos (no mala en
sí misma), intervencionismo creciente y discrecional y un fuerte énfasis en la
sustitución de importaciones, el consumo y el gasto público en desmedro de las
exportaciones y la inversión.
A partir de la inflación empezaron
a empeorar otras variables y, sobre todo, a llevar a errores a la política
económica. El primero fue negar la inflación mediante un hecho sin precedentes
mundiales: falsear las estadísticas respectivas durante ya cinco años. Lo
cierto es que el aumento anual de los precios al consumidor en la Argentina,
cercano a 25%, es el quinto más alto entre 187 países, de los que sólo seis
tienen más de 20%; veinte, entre 10 y 20%; y 161, menos de 10%. ¿Quién estará
equivocada, la enorme mayoría que procura mantener la inflación a raya o esta
curiosa minoría despreocupada en la que militan Bielorrusia, Etiopía,
Venezuela, Uganda, Sudán (antes de su partición) e Irán? La respuesta es obvia.
Fue por la alta inflación que se deterioró la competitividad, no se pudo
devaluar como sí lo hizo Brasil este año, se acentuó la fuga de capitales que
buscaban protegerse y no encontraban, ni encuentran, instrumentos de ahorro
doméstico. No es el dólar, sino la pertinacia inflacionaria de los gobiernos
argentinos, el verdadero “problema cultural” que ha llevado y lleva a casi
todos los ciudadanos con capacidad de ahorro a hacerlo en dólares, buscando
sortear la expropiación de buena parte de sus recursos.
Junto a las retenciones, las
restricciones cuantitativas a las exportaciones y la obstinación del Gobierno
de no acudir al mercado financiero para renovar al menos parte de los
vencimientos de capital de su deuda, la inflación estuvo en la raíz de la “escasez
de dólares”, creada en verdad por la propia política económica. Baste mencionar
que con diferentes políticas agroalimentarias, la Argentina podría estar
produciendo 20 mil millones de dólares más de carnes, granos, lácteos y sus
manufacturas, de los cuales se exportarían aproximadamente 15 mil. Las
respuestas recientes de política económica, como las violentas restricciones a
las importaciones y un control de cambios casi prohibitivo, están dando lugar
ahora a la fortísima desaceleración o aun la caída de la actividad económica
–según los sectores–, configurando así un ajuste mucho peor que el que se
juraba no se iba a realizar jamás. La situación es aun más negativa al estar
castigando dura y principalmente a la inversión por la gran incertidumbre originada
y reduciendo así el empleo hoy y el crecimiento en el futuro. Hay que subrayar que
más allá de la habitual tranquilidad relativa de los precios, en el segundo
trimestre la inflación se mantiene estable en base a una constante apreciación
del peso y al atraso de las tarifas de energía y otros servicios públicos. El
plan de reducir estos últimos –tarea sin duda equitativa en lo que concierne a
los sectores sociales con capacidad de pago– ha sido muy limitado y se ha
detenido sin explicación.
Por cierto, no puede negarse el
impacto negativo sobre la economía de factores ajenos a la política económica.
Por un lado, ha habido dos graves sequías en los últimos cuatro años. Por otro,
la crisis global no ha sido resuelta y, aunque es claro que su epicentro está
en Europa, a su influjo se están enfriando también los Estados Unidos, China,
otras partes de Asia y Brasil. Pero hasta el momento los efectos de esta
desaceleración global afectan principalmente a las exportaciones, también
golpeadas por la sequía de la última campaña. En cambio, el menor crecimiento
del consumo y de la inversión se debe sobre todo a las políticas internas. La
prueba está en que probablemente todos los países sudamericanos, aun Brasil,
crecerán en 2012 más que la Argentina que, con mucha suerte, lo hará al 1% ó 2%
y, sin ella, tendrá una recesión. También hay un impacto negativo sobre el
gasto público. Su nivel actual cercano al 47% es insostenible, pero hoy se está
castigando sobre todo a las provincias por la injusta distribución de la renta
fiscal entre ellas y la Nación.
Cuanto más se postergue la enmienda
de tantos errores peor será la situación de todos los argentinos pero, como
casi siempre, sobre todo la de los más pobres. El gobierno se aferra
obstinadamente al camino elegido y a la negación de la inflación. ¿Podrían
atacarse la inflación y la recesión sin demasiados cambios en la política económica? Es
muy difícil, porque para reducir la inflación es necesario coordinar
expectativas con un plan, acuerdos de precios y salarios y moderación de la
expansión fiscal y la emisión monetaria. Esto reduciría el impuesto
inflacionario, en parte porque la emisión financia hoy generosamente el gasto
público nacional y su moderación llevaría a desacelerarlo. Aun sin coordinar
expectativas y sin un acuerdo de precios y salarios, casi imposible por la
fractura sindical, sería posible reducir la inflación con las mencionadas
políticas fiscales y monetarias, haciéndolas como quien juega al distraído para
evitar la desmentida del relato. Paradójicamente, también ayudaría a
estabilizar el indeseable escenario 2009 cuando, en plena crisis global, la
inflación cayó 10 puntos y permitió devaluar “a la brasileña” casi 20%.
En un escenario más normal las
políticas mencionadas contraerían la actividad económica y por ello harían
falta instrumentos compensatorios. Sería clave en tal sentido aumentar la
inversión (o evitar su derrumbe) desarmando gradualmente los patéticos
controles cambiarios y de importaciones. La suba del precio de la soja –que podría
llegar a límites impensados si no amengua la seca en los Estados Unidos– brinda
la excusa ideal para hacerlo, ya que “faltarían” menos dólares. Otro
instrumento posible, reconociendo implícitamente la inflación, sería permitir el ahorro
bancario o de otro tipo (fideicomisos) y los contratos sobre inversiones (por
ejemplo, inmobiliarias) ajustados por un índice realista, como sería el de
salarios. Esto daría una alternativa al ahorro en dólares –una cierta
pesificación genuina– y permitiría financiar el consumo pero sobre todo la
inversión en la construcción. Si bien el impacto en este sector es lento –como
también lo será el del Plan Procrear– el sólo anuncio de la medida reactivaría
proyectos de construcción en carpeta. Dicho sea de paso, el ajuste también
sería útil para evitar las pérdidas de solvencia del Fondo de Garantía de las
jubilaciones. También ayudaría una política de competitividad sistémica para
dar sustento real a los planes estratégicos que se han presentado para las
industrias manufactureras y el sector agroindustrial, hasta ahora un catálogo
de buenas intenciones. Todo lo dicho revela que estamos en presencia de un
problema que es más político que económico y que no podrá enmendarse sin salir
del enconado ensimismamiento del Gobierno.
DETRAS DE CADA TRAMITE HAY UNA NECESIDAD O UN DOLOR, UN DERECHO Y TODA DEMORA OCASIONA UN PERJUICIO
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