LA DEMOCRACIA Y EL COMPROMISO CONSTITUCIONAL
por Aguilar, Enrique ·
¿Qué apuesta a
largo plazo es posible hacer en una sociedad que puede verse reiteradamente
sometida a un cambio en las reglas de juego? Entre las voces favorables a la
reforma de la constitución nacional no faltan las que proponen que se revise
incluso su parte programática en el entendimiento de que los principios allí
declarados, procedentes en su mayoría de una matriz liberal ajena a nuestras
tradiciones, habrían servido al cabo para salvaguardar los intereses de las
élites dominantes.
El presupuesto
teórico de esta propuesta parece ser el que considera que el pueblo, como
titular de la soberanía, no debería verse atado por ninguna regla rígida
emanada de una generación fundadora o pretérita. Si la facultad soberana por
antonomasia es la constituyente, se presume que esta facultad tiene un carácter
absoluto, que está libre de cualquier sujeción o, para decirlo más
técnicamente, que es legibus solutus (libre de la ley).-
En
consecuencia, sólo los ciudadanos, individualmente considerados, deberían
someterse a la constitución pero no el pueblo como cuerpo que, mediante una
convención elegida al efecto, tendría pleno derecho a reformarla, en el todo o
en cualquiera de sus partes, porque, como escribiera Rousseau, “no hay ni puede
haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo político,
ni siquiera el contrato social”. Puesto en otras palabras, lo que en la jerga
de la teoría política se denomina “precompromiso constitucional” (constitutional
precommittment) resultaría incompatible con una democracia concebida en sentido
puro en la cual el demos se halla por encima de sus propias decisiones, no
pudiendo por tanto obligarse a sí mismo ni imponerse restricciones
inquebrantables.
Thomas
Jefferson, Emmanuel Sieyès y Thomas Paine, entre otros clásicos de la política,
también razonaron en su momento contra toda forma de precompromiso que
impidiese al pueblo revisar o aun derogar a su arbitrio normas heredadas.
Jefferson no vaciló en afirmar (en carta a James Madison de septiembre de 1789)
que, “por la ley de la naturaleza, una generación es a otra como una nación
independiente a otra”. Así como “ninguna generación puede contraer deudas
superiores a las que puedan pagarse durante su propia existencia”, ninguna
sociedad, agregaba, por razones análogas, “puede hacer una constitución
perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua”. Sieyès, por su parte, en las
páginas de ¿Qué es el Tercer Estado? (1789), sostuvo que siendo la nación
“independiente de toda forma” y “el origen y dueño de todo derecho positivo”,
no puede “ni alienarse, ni prohibirse el derecho de querer algo”, ni de cambiar
su voluntad “si su interés lo exige” (ciertamente, después del Terror el abate
moderó esta concepción al postular el principio de la soberanía limitada). Y en
réplica directa a Edmund Burke, Tom Paine llegaría a escribir, en Los derechos
del hombre (1792), que cada generación “es y tiene que ser competente para
todos los fines que la ocasión pueda presentarle”, pues “son los vivos, y no
los muertos, los que tienen que ver resueltos sus problemas”.
Sin embargo,
esta manera de comprender la democracia, en abierta tensión con el
constitucionalismo, puede conducir a un estado de incertidumbre generalizado y
perpetuo. En efecto, ¿qué apuesta a largo plazo es posible hacer en una
sociedad que puede verse reiteradamente sometida a un cambio en las reglas de
juego? ¿Cómo preservar en ella el equilibro de los poderes y garantizar una
mínima estabilidad a su vida pública si algunos valores sustantivos no son
puestos al abrigo de las controversias cotidianas y los humores cambiantes de
la opinión? La respuesta de James Madison a Jefferson, fechada en febrero de
1790 y parcialmente anticipada en el artículo 49 de El Federalista (donde se
cuestionan las revisiones periódicas o a intervalos fijos de la constitución),
apelaba a la necesidad de evitar que los gobiernos estuviesen “demasiado
sujetos” a las urgencias y los avatares de los interregnos. Asimismo, Madison
no ocultaba sus temores frente a la posibilidad de que la observancia a las
leyes resultara menoscabada (al debilitarse el sentido de la obligación) y por
ende la seguridad jurídica, respuesta que Stephen Holmes, en su trabajo “El
precompromiso y la paradoja de la democracia” (1988), interpretó en los
siguientes términos: “… Si podemos dar por sentados ciertos procedimientos e
instituciones establecidos en el pasado, podremos alcanzar nuestros actuales
objetivos mejor de lo que podríamos lograrlo si estuviésemos siendo
constantemente distraídos por la necesidad recurrente de establecer un marco
básico para la vida política.”
Para Holmes, el
rechazo al pasado puede ser considerado como un arma de doble filo. En efecto,
si las generaciones venideras pueden tratar “con soberano desprecio” las
decisiones que adoptamos pensando precisamente en el futuro, ¿por qué habríamos
de adoptarlas? ¿Es congruente actuar responsablemente con vistas al mañana
rechazando al mismo tiempo la responsabilidad que los antepasados asumieron
para con nosotros? ¿Cabe obligar a nuestra posteridad sin sentirnos por nuestra
parte obligados con quienes nos precedieron? Porque lo rígido, añade Holmes,
puede a veces redundar en flexibilidades, como ocurre con las reglas
gramaticales y también con las constituciones. En otros términos, si los
muertos no deben gobernar a los vivos, ellos “pueden facilitar que los vivos se
gobiernen a sí mismos” creando un marco procedimental para las opciones futuras
y dificultando las decisiones autodestructivas. Paradójicamente, el propio
Rousseau lo entendió así cuando recomendó a los ginebrinos evitar las “innovaciones
peligrosas” y abstenerse “de proponer nuevas leyes según su fantasía”, por
cuanto “es sobre todo la antigüedad de las leyes lo que las hace santas y
venerables”.
En nuestro caso
particular, se podría agregar una consideración que de alguna manera relativiza
el argumento sobre la mentada autoridad de los muertos sobre los vivos. La
constitución nacional vigente fue sancionada el 22 de agosto de 1994. Varios de
los protagonistas de entonces son hoy parte del oficialismo y desde luego una
fracción importante de electorado es también la misma. Quiere decir que esta
constitución no procede de los muertos sino de una mayoría de votantes vivos,
cuya voluntad, por definición, debería ser respetada en toda democracia que se
precie de serlo.
El autor es Doctor en Ciencias Políticas y Decano de la
Facultad de Ciencias Sociales, Políticas y de la Comunicación de la Universidad
Católica Argentina.
DETRAS DE CADA TRAMITE HAY UNA NECESIDAD O UN DOLOR, UN DERECHO Y TODA DEMORA OCASIONA UN PERJUICIO
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