Conversaciones y cartas del Hermano
Lorenzo
(en el mundo Nicolás Herman c.1610-1691), laico Carmelita del
convento de París, Francia.
INTRODUCCIÓN
Aunque había llevado la vida normal
de cualquier joven francés de clase media de inicios del siglo XVI, Nicolás
Herman, nacido alrededor de 1610 en Herimenil, Lorraine (en ese entonces ducado de Francia), tuvo a los dieciocho años
una intensa experiencia de Dios al contemplar un sencillo fenómeno de la
naturaleza: la desnudez de un árbol en invierno.
Pese a que dicha experiencia de Dios
lo motivó originalmente a una vida totalmente dedicada a la oración; terminó
desperdiciando las dos siguientes décadas de su vida en el ejército, donde participó
en la guerra de los Treinta Años.
Pero el “mastín de Dios” finalmente
lo alcanzó: antes de cumplir los cuarenta años, una fuerte turbación espiritual
y un profundo arrepentimiento –producto de un conjunto de eventos, entre ellos
una herida de guerra que lo dejó lisiado- lo llevó primero a vivir en soledad
en el bosque, como los primeros anacoretas y, luego, a modo de transición, a
trabajar en el servicio público.
Finalmente, solicitó su ingreso en
un, entonces, nuevo monasterio carmelita en París en calidad de hermano laico,
con el deseo de hacer penitencia por los pecados cometidos en su vida.
En el monasterio, que llegó a tener
cien religiosos, se dedicó a la cocina durante quince años hasta que fue
trasladado al taller de reparación de sandalias, aunque frecuentemente tenía
que regresar a ayudar a la cocina. El trabajo, casi siempre repetitivo, se
extendía por numerosas horas, todos los días incluidos los domingos.
Sin embargo, en medio de las fatigas,
la rutina y el escaso tiempo para la oración, el Hermano Lorenzo descubrió la enorme paz y el eficaz
camino a la santidad que le ofrecía una práctica muy sencilla, que llegó a
vivir plenamente: el ejercicio de la presencia de Dios.
Tímido y servicial, Lorenzo huía
sistemáticamente de las conversaciones y las recreaciones. Pero la felicidad de su vida se transparentaba, y
suscitaba en muchos de sus hermanos y visitantes del convento el deseo de
conocer su “secreto”.
Secreto que el Hermano se hubiera
llevado a la tumba si no fuera por el P. Joseph de Beaufort, consejero del
Arzobispo de París, quien recopiló sus recuerdos de cuatro conversaciones con
el Hermano y quince de sus cartas, la mayoría de ellas escritas a una misma
persona; y las publicó en la forma de un pequeño libro titulado La Práctica de la Presencia de Dios. “La
mejor regla
para una vida santa” fue el subtítulo
de la obra.
De Beaufort relata que cuando sostuvo
sus conversaciones con el Hermano Lorenzo, éste tenía unos cincuenta años, tenía una cojera
marcada –herencia de su participación en la guerra- y tenía un aspecto “rudo en apariencia,
pero gentil en gracia”.
El Hermano Lorenzo murió en 1691,
después de haber practicado por cuarenta años el ejercicio de la presencia de Dios.
El libro publicado por de Beaufort no
tiene ningún carácter sistemático; pero presenta con gran elocuencia medios muy prácticos y
concretos para vivir la presencia de Dios en medio de las actividades más aparentemente
irrelevantes, tediosas o agobiantes de la vida diaria.La sabiduría del Hermano
Lorenzo, sorprendentemente, parece preparada para el siglo XXI, porque sus penetrantes y sabias
observaciones sobre las angustias producto de la tensión entre el “hacer” y el “orar”, se resuelven
en una verdadera espiritualidad de la acción; donde superando una falsa oposición, la
oración se vuelve vida, para que la vida se vuelva constante oración.
El texto en español es traducción de
la primera versión elaborada en inglés (ABR).
Primera Conversación
Vi al Hermano Lorenzo por primera vez
el 3 de Agosto de 1666. Me dijo que Dios le había hecho un favor singular cuando se convirtió
a la edad de dieciocho años. Durante aquel invierno,
viendo un árbol despojado de sus
hojas, y considerando que dentro de poco tiempo las hojas volverían a brotar, y considerando
que poco después aparecerían las flores y los frutos, el Hermano Lorenzo recibió una alta
visión de la Providencia
y el Poder de Dios que desde entonces nunca se ha borrado de su
alma. Esta visión lo liberó perfectamente del mundo, y encendió en él un amor a Dios tan
grande, que no podía afirmar que hubiera aumentado en los más de cuarenta años vividos desde
entonces.
Dijo que había trabajado como
empleado de M. Fieubert, el tesorero, pero que era tan torpe que rompía todo.
Había luego deseado ser recibido en
un monasterio pensando que allí podría cambiar su torpeza y las faltas que hubiese
cometido, y así sacrificaría, a Dios, su vida con sus placeres: pero Dios lo “decepcionó”, porque no
había encontrada nada más que satisfacción en dicho estado.
Deberíamos enraizar nuestra vida en
el sentido de la Presencia
de Dios, mediante la conversación continua con Él. Es
vergonzoso dejar de conversar con Él para pensar en frivolidades y tonterías.
Deberíamos alimentar y nutrir
nuestras almas con elevadas nociones de Dios, que nos producirían gran alegría al
dedicarnos devotamente a Él.
Deberíamos apremiar, es decir, avivar
nuestra fe. Es lamentable que tengamos tan poca; y que en lugar de tomar la fe como regla de
su conducta, los hombres se entretengan con devociones triviales, que cambian a diario. El
camino de la fe es el espíritu de la
Iglesia , y basta para llevarnos a un alto grado de
perfección.
Deberíamos entregarnos a Dios tanto
en las cosas temporales como en las espirituales, y buscar nuestra satisfacción solamente en el
cumplimiento de su voluntad, ya sea que Él nos guíe mediante el sufrimiento o mediante la
consolación, pues todo debería ser igual para un alma verdaderamente resignada. Era
necesaria la fidelidad en momentos de sequedad, insensibilidad o tedio en nuestra oración, por medio
de las cuales Dios prueba nuestro amor a Él; esos son los momentos para realizar buenos y
eficaces actos de abandono, porque uno sólo de ellos hecho frecuentemente promovería grandemente
nuestro crecimiento espiritual -Acerca de las miserias y pecados del
mundo que escuchaba diariamente, él, muy lejos de sorprenderse de ellos; por el
contrario, estaba sorprendido de que no hubiera más, considerando la malicia de la que
eran capaces los pecadores: por su parte, oraba por ellos; pero sabiendo que
Dios podía remediar el daño que ellos hacían cuando Él así lo deseara, él no se hacía demasiado problema con el
asunto.
Para llegar al abandono que Dios
requiere, deberíamos vigilar atentamente todas las pasiones que se mezclan tanto con las cosas
espirituales como aquellas que son de una naturaleza más burda: Dios dará luces respecto de
tales pasiones a quienes verdaderamente desean servirlo Si mi deseo era verdaderamente servir
a Dios, podría venir a verle (al Hermano Lorenzo) tantas veces como quisiera, sin temor de ser
una molestia. Pero si no era así, entonces no debía visitarlo más.
Segunda Conversación
Él siempre había sido gobernado por
el amor, sin deseos egoístas; y habiendo hecho del amor de Dios el fin de todas sus acciones,
había encontrado razones para estar bastante satisfecho con su método. Estaba contento cuando
podía levantar una pajita del suelo por amor a Dios, buscándole sólo a Él y nada más, ni
siquiera esperando sus dones. Durante mucho tiempo había estado afligido interiormente por
creer que se condenaría; y ni todos los hombres del mundo podrían haberlo persuadido de lo
contrario; pero finalmente razonó consigo mismo de esta manera: no entré en la vida religiosa sino por amor a
Dios, y me he esforzado por actuar sólo para Él; sea lo que sea de mí, sea perdido o salvado,
siempre seguiré obrando puramente por amor a Dios. Por lo menos tendré este bien, que hasta
la muerte habré hecho todo lo que me es posible para amarlo. Esta tribulación interior
había durado cuatro años, durante los cuales había sufrido mucho.
Sin embargo, desde aquel momento
había pasado su vida en perfecta libertad y una continua alegría. Puso sus pecados ante Dios,
tal como eran, para decirle que no merecía sus favores, sin embargo Dios seguía derramándolos en
él abundantemente.
A fin de formar el hábito de
conversar con Dios continuamente y de referir todo lo que hacemos a Él, al principio debemos
dedicarnos a Él con cierto esfuerzo: pero que después de un poco de esfuerzo deberíamos encontrar
que su amor nos estimula interiormente a hacerlo sin ninguna dificultad.
Él esperaba que después de los
agradables días que Dios le había dado, le tocaría el turno al dolor y el sufrimiento; pero no
estaba inquieto por ello, sabiendo muy bien que no pudiendo hacer nada al respecto, Dios no
fallaría en darle la fuerza para soportarlos.
Cuando se le presentaba la ocasión de
practicar alguna virtud, se dirigía a Dios diciendo, Señor, no puedo hacer esto a menos que me
hagas capaz de hacerlo; y entonces recibía fuerzas más que suficientes.
Cuando había fallado en su deber,
solamente confesaba su falta diciéndole a Dios. “jamás podría hacer algo distinto, si me
abandonas a mí mismo; Eres tú quien debe impedir mi caída, y corregir lo que está mal”. Después de
esto, no se consentía ninguna inquietud al respecto.
Debemos actuar con Dios con la mayor
simplicidad, hablando con Él franca y sencillamente, implorando su asistencia en nuestros
asuntos en la medida en que ocurren. Dios nunca había fallado en concedérselo, como lo
había experimentado frecuentemente.
Recientemente había sido enviado a
Borgoña, para comprar la provisión de vino para la comunidad; tarea que le resultaba muy
poco grata porque no tenía ninguna inclinación para los negocios, y porque era
cojo y no podía moverse en el barco sino rodando sobre los toneles. Sin embargo, no se consintió ninguna
inquietud sobre esto o sobre la compra del vino. Le dijo a Dios que se trataba de su negocio y
que finalmente lo había hecho muy bien. El año anterior
había sido enviado a Auvergne con la
misma tarea, y aunque no podía decir cómo sucedió el asunto, todo había resultado muy
bien.
De la misma manera, con su trabajo en
la cocina (al cual por naturaleza tenía una gran aversión), habiéndose acostumbrado a
hacer todo por amor a Dios, en oración en todo momento, pidiendo su gracias para
hacer su trabajo bien, todo le había resultado fácil durante los 15 años allí transcurridos Estaba muy feliz en el puesto que ocupaba
ahora, pero estaba tan dispuesto a renunciar a él como el anterior, ya que estaba
satisfecho en cualquier circunstancia, pues hacía pequeñas cosas por el amor de Dios.
Los momentos establecidos para la
oración no eran diferentes de otros momentos: se retiraba a orar, de acuerdo a las indicaciones
de su superior, pero no deseaba esa clase de retiro.
Tampoco los solicitaba, porque ni el
trabajo más grande lo distraía de Dios.
Debido a que conocía su obligación de
amar a Dios en todas cosas; y que se había esforzado por hacerlo así, no necesitaba que un
director le aconsejara; pero sí más bien un confesor que lo absolviera. Era muy sensible a sus
faltas, pero ellas no lo desanimaban; las confesaba a Dios y no discutía con Él para
justificarlas. Cuando así lo hacía, apaciblemente retomaba su práctica usual de amor y adoración.
Durante sus inquietudes mentales no
consultaba con nadie; sino que sabiendo por la luz de la fe que Dios estaba presente, entonces
se contentaba con dirigir todas sus acciones a Él; es decir, haciéndolas con el deseo de
agradarle, sea cual fuera el resultado.
Los pensamientos inútiles arruinan
todo: allí es donde comienzan los problemas; pero tenemos que rechazarlos tan pronto como
percibimos su impertinencia para el asunto que estamos tratando o para nuestra salvación,
rechazarlos, y retornar a nuestra comunión con Dios.
Al principio había pasado su tiempo
de oración rechazando frecuentemente pensamientos erráticos, volviendo a caer en ellos.
Nunca había regulado su devoción según ciertos métodos como hacen algunos. Sin embargo, al
principio practicó la meditación por algún tiempo, pero poco después lo dejó, por razones que
no sabría explicar.
Todas las mortificaciones y otros
ejercicios corporales son inútiles en cuanto no sirvan para llegar a la unión con Dios por el
amor; lo había considerado, y descubierto que el camino más corto para ir directamente a Él era
el continuo ejercicio del amor, y hacer todo en su honor.
Tenemos que hacer una gran diferencia
entre los actos del entendimiento y los de la voluntad; los primeros eran comparativamente de
poco valor, mientras que todos los otros lo son.
Nuestra única misión es amar a Dios y
deleitarnos en Él.
Cualquier forma de mortificación, si
carece del amor de Dios, es incapaz de borrar un solo pecado. Debemos esperar, sin ansiedad
alguna, el perdón de nuestros pecados de la Sangre de Jesucristo, sólo preocupándonos por
amarlo con todo nuestro corazón. Dios parece haber concedido los mayores favores a los
más grandes pecadores, como monumentos más evidentes de su misericordia.
Los mayores dolores o placeres de
este mundo no podían compararse con los dolores y placeres que había experimentado a
nivel espiritual: de esta forma no se preocupaba por nada ni temía nada, deseando solamente una
cosa de Dios, el no ofenderlo. No experimento escrúpulos, por ejemplo, cuando
fallo en mis tareas. Rápidamente lo reconozco, diciendo que estoy
acostumbrado a obrar así: nunca podré hacer algo distinto si soy abandonado a mí mismo. Si no fallo,
entonces doy gracias a Dios reconociendo que viene de Él.
Tercera Conversación
El cimiento de su vida espiritual
había sido el alto conocimiento y estima de Dios en la fe; que una vez bien entendida, ya no tuvo
ninguna otra preocupación sino el de rechazar fielmente todo otro pensamiento, para poder así
realizar todas sus acciones por amor a Dios. Cuando no tenía ningún pensamiento de Dios por
un tiempo, no se inquietaba. Más bien después de haber reconocido su iniquidad ante Dios,
volvía a Él con una confianza aún mayor que el descubrimiento de cuán pecador había
sido por haberlo olvidado.
La confianza que ponemos en Dios lo
honra grandemente, y hace descender grandes gracias.
Es imposible no solo que Dios engañe,
sino también que deje a sufrir a un alma perfectamente resignada a Él y resuelta a soportar
cualquier cosa por Él.
Experimentaba el pronto socorro de la Gracia Divina en
toda ocasión, y por esta misma razón, cuando tenía una tarea que cumplir,
no pensaba en ella de antemano, sino recién cuando llegaba el momento de hacerlo, y
encontraba en Dios, como en un espejo limpio, todo lo que era adecuado hacer. Últimamente había
venido actuando de esta manera, sin anticipar preocupaciones; sino que venía
actuando de la manera arriba descrita.
Cuando los trabajos externos le
distraían un poco de pensar en Dios, un fresco recuerdo proveniente de Dios le llenaba el
alma, y se veía tan inflamado y transportado que le resultaba difícil contenerse.
Estaba más unido a Dios en sus trabajos
externos, que cuando los dejaba para retirarse a cumplir con sus devociones.
Esperaba en el futuro próximo un gran
dolor corporal o mental, y lo peor que podría sucederle era perder aquel sentido de Dios que
había disfrutado por tanto tiempo, pero que la bondad de Dios le aseguraba que no le
abandonaría por completo, y que le daría fuerza para soportar cualquier mal que Dios permitiera que
le suceda; por tanto, no tenía ningún temor y no había tenido la ocasión de consultar con
nadie acerca de su estado. Cuando intentó hacerlo, siempre había salido más perplejo; y que como
estaba consciente de su disponibilidad de entregar su vida por amor a Dios, no tenía
ninguna aprehensión al peligro. La perfecta renuncia a Dios era un camino seguro al cielo, un camino
en el cual tenemos siempre suficiente luz para conducirnos.
Al inicio de la vida espiritual,
debemos ser fieles en cumplir nuestros deberes y negarnos a nosotros mismos; una vez hecho esto
se alcanzan placeres inefables: en las dificultades necesitamos recurrir solamente a
Jesucristo, y suplicar por su gracia, con la cual todo llega a ser fácil.
Muchos no avanzan en la maduración
cristiana porque se aferran a penitencias y ejercicios particulares mientras descuidan el
amor a Dios, que es el fin. Esto se manifiesta claramente en sus obras, y es la razón por qué se
ven tan pocas virtudes sólidas.
No se necesita ni arte ni ciencia
para ir a Dios, sino solamente un corazón resueltamente determinado a no dedicarse a otra
cosa que a Dios o en su honor, y amarle solamente a Él.Cuarta Conversación
Todo consiste en una renuncia de
corazón a todas las cosas que percibimos que no conducen a
Dios. Podemos acostumbrarnos a
conversar continuamente con Él con libertad y simplicidad.
Para dirigirnos a Él en todo momento
sólo necesitamos: Reconocer que Dios está íntimamente
presente con nosotros; que podemos
pedir su ayuda para conocer su voluntad en cosas
dudosas, y para realizar
correctamente aquellas que vemos claramente que Él requiere de
nosotros, ofreciéndoselas antes de
realizarlas, y agradeciéndole cuando hemos terminado.
En nuestra conversación con Dios,
también debemos aplicarnos a alabarle, adorarle y amarle
por su infinita bondad y perfección.
Sin desanimarnos por nuestros
pecados, deberíamos orar pidiendo su gracia con una confianza
perfectaen los méritos infinitos de
nuestro Señor. Dios nunca ha fallado en darnos su gracia
para cada acción; él (Hermano
Lorenzo) lo percibía claramente y nunca le había fallado, a
menos que sus pensamientos se
hubieran apartado del sentido de la presencia de Dios, o
cuando se había olvidado de pedir su
ayuda.
Dios siempre nos da luz en nuestras
dudas, si no tenemos otro propósito en la vida que el de
agradarle.
Nuestra santificación no depende de
cambiar de trabajos, sino en hacer, para la gloria de Dios,
aquello que comúnmente hacemos para
nosotros mismos. Era lamentable ver cómo mucha
gente confundía los medios con el
fin, obsesionándose en hacer ciertas cosas que hacían muy
imperfectamente, debido a sus
consideraciones humanas o egoístas.
El método más excelente que había
encontrado para ir a Dios era el de cumplir con las tareas
más comunes sin el deseo de agradar a
los hombres; sino (hasta donde somos capaces) de
hacerlas puramente por amor a Dios.
Es un gran engaño pensar que los
momentos de oración debían ser diferentes de otros
momentos. Estamos estrictamente
obligados a unirnos a Dios por medio de la acción en el
tiempo de la acción, tanto como por
la oración en su debido momento.
Su propia oración no era nada más que
una dimensiónde la presencia de Dios, con su alma
insensible a todo, excepto al Amor
Divino: Y cuando terminaban los momentos dedicados a la
oración, no encontraba ninguna
diferencia porque seguía estando con Dios, alabándole y
bendiciéndole con todas sus fuerzas,
de tal manera que pasaba su vida en un gozo continuo,
aunque esperaba que Dios le diera
algunos sufrimientos cuando fuese más fuerte.
De una vez por todas deberíamos poner
de corazón toda nuestra confianza en Dios y rendirnos
por completo a Él, seguros de que no
nos defraudará.
No debemos cansarnos de hacer
pequeñas cosas por amor a Dios, porque Él no toma en cuenta
lo grande de la obra sino el amor con
que la hacemos. No deberíamos sorprendernos si,
inicialmente, fallamos frecuentemente
en nuestros esfuerzos. Pero, finalmente deberíamos
adquirir un hábito que naturalmente
produzca los actos, sin nuestra preocupación, y para
nuestro mayor deleite.
La esencia de la religión es la fe,
la esperanza, y la caridad, por la práctica de las cuales nos
llegamos a unir a la voluntad de
Dios: todo lo demás es indiferente y debe usarse como medios
para llegar a nuestro fin, y ser así
absorbidos en adelante por la fe y el amor. Todas las cosas son posibles para
el que cree, son menos difíciles para el que espera, son más
fáciles para el que ama. Y aún más
fáciles para el que persevera en la práctica de estas tres
virtudes.
El fin que debemos proponernos es el
de convertirnos, en esta vida, en los más perfectos
adoradores de Dios que podamos ser,
como esperamos ser durante toda la eternidad.
Cuando ingresamos a la vida
espiritual debemos considerar y examinar a fondo lo que somos. Y
entonces deberíamos encontrarnos
dignos de todo desprecio, e inmerecedores del nombre de
cristianos, sometidos a toda clase de
miserias e innumerables defectos que nos preocupan y
que causan vicisitudes perpetuas en
nuestra salud, en nuestros humores, en nuestras
disposiciones internas y externas. En
resumen, personas a las que Dios podría humillar
mediante muchos dolores y trabajos,
tanto interiores como exteriores. Después de esto, no
deberíamos sorprendernos de que los
hombres nos tienten, se opongan a nosotros y nos
contradigan. Debemos, por el
contrario, someternos aquello y soportarlo tanto como Dios
quiera, como cosas altamente
ventajosas para nosotros.
Después, mientras a mayor perfección
aspire un alma, mayor será su dependencia de la Gracia
Divina.
Siendo cuestionado por uno de su
propia comunidad (a quien estaba obligado a abrirse), sobre
los medios con los que había obtenido
ese sentido habitual de Dios, dijo que desde que había
ingresado al monasterio había
considerado a Dios como el fin de todos sus pensamientos y
deseos, y la meta a la cual debían
tender, y en la cual deberían terminar.
Al principio de su noviciado pasaba
las horas señaladas para la oración privada pensando en
Dios, para convencer a su mente e
imprimir profundamente en su corazón la existencia divina,
mediante sentimientos devotos y
sumisión a la luz de la fe, más que mediante estudiados
razonamientos y elaborada meditación.
Mediante este simple y seguro método, se ejercitó en
el conocimiento y el amor de Dios,
resolviendo usar sus mayores esfuerzos para vivir en
continuo sentido de su Presencia, y,
en lo posible, de no olvidarlo nunca jamás.
Así, cuando había llenado su mente
con grandes sentimientos de aquel Ser Infinito, iba a
trabajar a la cocina (porque era el
cocinero de la comunidad); allí, después de considerar
seriamente las cosas que requerían su
oficio, y cuándo y cómo debía ser hecha cada cosa,
ocupaba todos los intervalos de su
tiempo, así como antes y después del trabajo, en oración.
Al comenzar su trabajo le decía a
Dios, con confianza filial: “Oh, Dios mío, puesto que tú estás
conmigo, y porque ahora debo, en
obediencia a tus mandamientos, aplicar mi mente a estas
cosas externas, te suplico que me
concedas la gracia para continuar en tu presencia, y para este
propósito bendíceme con tu
asistencia, recibe todos mis trabajos, y posee todos mis afectos.”
Mientras trabajaba continuaba su
conversación familiar con su Creador, implorando su gracia, y
ofreciéndole a Él todas sus acciones.
Cuando había terminado, examinaba
cómo había cumplido con su deber. Si lo veía bien, le daba
las gracias a Dios. De lo contrario,
pedía perdón y, sin desanimarse, de nuevo ponía su mente
en orden y continuaba con su
ejercicio de la presencia de Dios, como si nunca se hubiera
desviado de ella. “De esta manera”,
decía, “levantándome tras mis caídas, y mediante
renovados y frecuentes actos de fe y
amor, he llegado a un estado en el que me resultaría tan
difícil no pensar en Dios como fue al
principio acostumbrarme a hacerlo.
Como el Hermano Lorenzo había
encontrado gran beneficio en caminar en la presencia de Dios,
era natural que lo recomendara
fervientemente a otros; pero su ejemplo era un incentivo más fuerte que
cualquier argumento que pudiera proponer. Su mismo dominio de sí era
edificante;
reflejando una dulce y calmada
devoción, que no podía sino afectar a quien le observara. Y
evidenciaba que en los momentos de
mayor urgencia en el trabajo de la cocina, él seguía
manteniendo sus recogimiento y su
mente en cosas celestiales. Nunca estaba apurado ni
ocioso, sino que hacía cada cosa a su
tiempo, con ininterrumpida compostura y tranquilidad de
espíritu. Decía: “para mí, el tiempo
de trabajo no difiere del tiempo de oración, y en medio del
ruido y el alboroto de mi cocina, con
muchas personas pidiendo cosas diferentes al mismo
tiempo, tengo una gran tranquilidad
en Dios, como si estuviese de rodillas ante el Santísimo
Sacramento”.
CARTAS
Primera Carta
Ya que deseas tan fervientemente que
te comunique el método mediante el cual he llegado al
habitual sentido de la presencia de
Dios, que el Señor en su misericordia se ha dignado
concederme, debo decirte que con gran
dificultad he cedido a tu insistencia; pero lo haré con
la condición de que no muestres mi
carta a nadie. Si supiera que permitirías a otro verla, todo el
deseo que tengo por tu crecimiento no
sería capaz convencerme a que lo hiciera. Lo que puedo
compartirte es:
Habiendo encontrado en muchos libros
diferentes métodos para ir a Dios, y diversas prácticas
de vida espiritual, pensé que todo
esto me confundiría, en vez de facilitarme lo que estaba
buscando, que no era otra cosa que
pertenecer plenamente a Dios.
Esto me decidió dar todo por quien es
Todo: después de haberme entregado totalmente a Dios,
y de hacer toda enmienda posible por
mis pecados; renuncié, por amor a Él a todo lo que no
era Él, y comencé a vivir como si no
hubiera nada en el mundo que no fueran Él y yo. A veces
me consideraba delante de Él como un
pobre criminal a los pies de su juez; en otras ocasiones
le contemplaba en mi corazón como mi
Padre y mi Dios. Le adoraba lo más frecuentemente
posible, manteniendo mi mente en su
santa Presencia, y recogiéndola tan pronto la encontraba
apartándose de Él. Este ejercicio me
produjo no poco dolor, sin embargo continuaba
haciéndolo a pesar de todas las
dificultades que surgían, sin preocuparme o inquietarme
cuando mi mente divagaba
involuntariamente. Hice de ésta mi tarea, tanto a lo largo del día,
como en los momentos establecidos de
oración; en todo momento, a cada hora y a cada
minuto, aún en lo más pesado de mi
trabajo, expulsaba de mi mente cualquier cosa que
pudiera interrumpir mi pensamiento de
Dios.
Ésta ha sido mi práctica desde que
entré en religión, y aunque lo he hecho muy
imperfectamente, he encontrado
grandes ventajas en ello. Todo esto, lo sé muy bien, debe
atribuirse solamente a la
misericordia y bondad de Dios, porque no podemos hacer nada sin Él,
y aún, menos que nada. Pero cuando
somos fieles en mantenernos en su Santa Presencia, y lo
tenemos siempre ante nosotros, esto
no sólo nos previene de ofenderlo, haciendo nada que le
desagrade, al menos deliberadamente,
sino que también genera en nosotros una santa
libertad, y si puedo así decirlo, una
familiaridad tal con Dios que cuando le pedimos algo, Él nos
concede las gracias que necesitamos.
En fin, al repetir frecuentemente estas acciones, se hacen
habituales, y la presencia de Dios se
vuelve natural en nosotros. Dale gracias, por favor, conmigo, por su gran
bondad para conmigo, que nunca dejo de admirar, por los muchos
favores que Él ha hecho a un pecador
tan miserable como yo. Que todas las cosas le alaben.
Amén.
Segunda Carta
Al no encontrar mi forma de vida en
los libros, aunque no tengo ningún problema con ello, -sin
embargo-, para mayor seguridad me
agradaría conocer tus pensamientos al respecto.
En una conversación que tuve hace
algunos días con una persona piadosa, me dijo que la vida
espiritual era una vida de gracia,
que comienza con un temor servil, que es incrementada por la
esperanza de la vida eterna y que es
consumada por el amor puro. Que cada uno de estos
estados tenía diferentes etapas, a
través de las cuales uno llega finalmente a la santa
consumación.
Yo no he seguido esos métodos. Por lo
contrario, no sé por qué instinto, los encontré
desalentadores. Ésta fue la razón por
qué, cuando entré en religión, tomé la resolución de
entregarme a Dios, como la mejor
manera de hacer reparación por mis pecados; y, por amor a
Él, renunciar a todo.
Durante los primeros años, usualmente
me dedicaba durante el tiempo asignado para la
devoción, con pensamientos de muerte,
del juicio, del infierno, del cielo, y de mis pecados.
Luego seguí durante algunos años
aplicando cuidadosamente mi mente el resto del día e
incluso en medio de mis actividades,
a la presencia de Dios, a quien consideraba siempre
conmigo, y frecuentemente como si
estuviera en mí.
Después de mucho tiempo, comencé casi
sin darme cuenta a hacer lo mismo durante mi
tiempo de oración, lo que me causaba
gran deleite y consolación. Esta práctica produjo en mí
un aprecio tan grande por Dios, que
la fe sola era suficiente para satisfacerme.
Así fue mi inicio; aunque debo
decirte que durante los primeros diez años sufrí mucho: el temor
de no estar dedicado a Dios como
anhelaba estarlo, mis pecados pasados siempre presentes en
mi mente, y los grandes e inmerecidos
favores que Dios me hacía, eran la naturaleza y el origen
de mis sufrimientos.
Durante este tiempo caí
frecuentemente, pero me levanté igualmente. Me parecía que todas
las criaturas, la razón, y Dios mismo
estaban en mi contra, y que solamente la fe estaba a mi
favor. A veces me preocupaba el
pensamiento de que creer que había recibido tales favores era
efecto de mi presunción, que
pretendía ya estar donde otros llegan con dificultad. Otras veces
que era un engaño intencionado, y que
no había salvación para mí.
Cuando no pensaba en otra cosa sino
en terminar mis días en estas tribulaciones (que de
ninguna manera disminuyeron la
confianza que tenía en Dios y servía solo para aumentar mi
fe), me encontré de pronto totalmente
cambiado; y mi alma, que hasta ese momento estaba
atribulada, sintió una profunda paz
interior, como si hubiera llegado a su centro y lugar de
reposo.
Desde entonces, camino ante Dios con
sencillez, en fe, con humildad y amor, y me dedico
diligentemente a no hacer ni pensar
nada que pueda desagradarle. Espero que cuando haya
hecho lo que puedo, Él hará conmigo
lo que le complazca.
En cuanto a lo que me pasa en el
presente, no puedo casi expresarlo. No experimento ningún
dolor o dificultad respecto de mi
estado, porque no tengo otra voluntad que la de Dios, la cual
me esfuerzo por cumplir en todo, y a
la cual estoy tan rendido que no levantaría una paja del suelo en contra de sus
órdenes, o por cualquier otro motivo que no sea puramente por amor a
Él.
He abandonado toda forma de devoción
y de oración excepto aquellas a las que me obliga mi
estado. Y me afano sólo en perseverar
en su santa presencia, que mantengo prestando una
sencilla atención a Dios y y un
agradable aprecio por Dios; que podría llamar una real presencia
de Dios o, por decirlo mejor, una
conversación habitual, silenciosa y secreta del alma con Dios,
que frecuentemente me produce gozos y
raptos interiores y a veces incluso exteriores, de
manera tal que me veo obligado a
poner medios para moderarlos y evitar que se evidencien a
los demás.
En resumen, estoy seguro, por encima
de toda duda, que mi alma ha estado con Dios durante
estos treinta años. Para no resultar
tedioso omito muchas cosas, aunque pienso que es
apropiado informarte de qué manera me
considero delante de Dios, a quien veo como mi Rey.
Me considero como el peor de los
hombres, lleno de llagas y corrupción, y que ha cometido
toda clase de crímenes contra su Rey;
tocado por un verdadero arrepentimiento le confieso
todas mis maldades, le pido perdón,
me abandono en sus manos, para que Él haga conmigo lo
que quiera. Este Rey, lleno de
misericordia y bondad, muy lejos de castigarme, me abraza con
amor, me sienta a comer en su mesa,
me sirve con sus propias manos, me da la llave de sus
tesoros; conversa y se deleita
conmigo incesantemente en miles y miles de maneras, y me trata
en todo como su favorito. Es así como
me considero cada tanto en su santa presencia.
Mi método más usual es esta simple
atención, y una preocupación general tan apasionada de
Dios, a quien me encuentro
frecuentemente adherido con mayor dulzura y deleite que los de
un bebé en el pecho de su madre: y si
me atrevo a usar esta expresión, también debería llamar
a este estado el seno de Dios, por la
inexpresable dulzura que disfruto y experimento allí. Si a
veces por necesidad o enfermedad mis
pensamientos se distraen. Instantáneamente me veo
recogido por mociones interiores, tan
encantadoras y deliciosas que me da vergüenza
mencionarlas.
Deseo que con reverencia reflexiones
más sobre mis grandes iniquidades, de las cuales estás
perfectamente informado, que sobre
los grandes favores que Dios me hace, tan indigno y
desagradecido como soy.
Con respecto a mis horas de oración,
son nada más que una continuación del mismo ejercicio. A
veces me considero como una piedra
delante de un escultor, con la cual está por hacer una
estatua: presentándome así delante de
Dios, deseo que Él haga su perfecta imagen en mi alma,
y me haga completamente como Él.
En otras ocasiones, cuando me dedico
a la oración, siento que todo mi espíritu y toda mi alma
se elevan sin ningún esfuerzo de mi
parte; y continúan como si estuvieran suspendidos y fijados
firmemente en Dios, como en su centro
y lugar de reposo.
Yo sé que algunos califican a este
estado de inactividad, engaño y amor a sí mismo. Confieso
que es una santa inactividad, y que
podría ser un feliz amor a sí mismo, si el alma en ese estado
fuera capaz de ello; porque en
efecto, mientras está en este reposo, no puede ser turbada por
aquellos actos a los que estaba
anteriormente acostumbrada, y en los que se apoyaba, pero
que ahora serían más un obstáculo que
una ayuda.
Sin embargo, no puedo soportar que a
esto se lo llame engaño, porque el alma que así se
deleita en Dios no desea nada sino a
Él. Si esto es un engaño en mí, está en Dios remediarlo. Que Él haga conmigo lo
que quiera hacer: yo sólo lo deseo a Él, y estar totalmente dedicado a
Él.
Sin embargo, espero me hagas el favor
de darme tu parecer, al que siempre presto mucha
atención, porque tengo una singular
estima por ti, y soy tuyo en nuestro Señor.
Tercera Carta
Tenemos un Dios cuya gracia es
infinita, y que conoce todos nuestros deseos. Siempre pensé
que te abajaría hasta el extremo. Él
vendrá a su tiempo, cuando menos lo esperas. Espera en Él
más que nunca: agradécele conmigo por
los favores que te hace, especialmente por la fortaleza
y la paciencia que te da en tus
aflicciones: es una clara señal del cuidado que tiene de ti;
consuélate en Él, y dale gracias por
todo.
Yo también admiro la fortaleza y el
coraje de M-. Dios le ha dado una buena disposición y
buena voluntad; pero en él hay
todavía un poco del mundo, y una gran cantidad de juventud.
Espero que la aflicción que Dios le
ha enviado se le manifieste como un remedio completo, y le
haga entrar en sí mismo. Es un
accidente muy adecuado para llamarlo a poner toda su
confianza en Él, que lo acompaña a
todas partes: que piense en Él tanto como pueda,
especialmente ante los más grandes
peligros. Elevar un poco corazón es suficiente, un pequeño
recuerdo de Dios, un acto de
adoración interior, aun en medio de la marcha y espada en mano,
son oraciones que, aunque sean
cortas, son sin embargo muy aceptables para Dios. Y lejos de
disminuir el valor de un soldado en
situaciones de peligro, son excelentes para fortalecerlo.
Déjalo que piense en Dios lo más que
pueda, que se acostumbre gradualmente a realizar este
pequeño pero santo ejercicio; nadie
lo nota, y nada es más fácil que repetir frecuentemente
durante el día estas pequeñas
adoraciones interiores. Recomiéndale por favor que piense en
Dios lo más que pueda, de la manera
que aquí indico. Es muy adecuado y necesario para un
soldado, que está expuesto diariamente
a los peligros de la vida, y frecuentemente de su
salvación. Espero que Dios le ayude a
él y a toda su familia, a quienes presento mi servicio,
siendo de ellos y tuyo.
Cuarta Carta
[En esta carta el Hno. Lorenzo habla
de sí mismo en tercera persona]
Aprovecho esta oportunidad para
comunicarte los sentimientos de uno de los miembros de
nuestra comunidad con respecto a los
efectos admirables y las continuas ayudas que recibe de
la presencia de Dios. Saquemos tú y
yo provecho de ello.
Debes saber que, durante los años que
ha estado en religión, que son más de cuarenta, su
continua preocupación ha sido estar
siempre con Dios, y no hacer nada, ni decir nada ni pensar
nada que podría desagradar al Señor;
y esto sin ningún otro interés que puramente el amor por
Él y porque Él merece infinitamente
más.
Está tan acostumbrado a la presencia
Divina, que recibe continuos favores en todo momento.
Durante unos treinta años, su alma ha
estado llena de gozos tan frecuentes, y a veces tan
grandes, que se ve obligado a
moderarlos y a ocultar sus manifestaciones exteriores.
Si a veces está un poco ausente de la
presencia Divina, Dios se hace sentir en su alma para
recogerlo; lo que le suele suceder
cuando más metido está en su trabajo exterior: él responde
con fidelidad precisa a este jalón
interior, sea elevando su corazón a Dios, o con una mansa y afectuosa atención,
o por aquellas palabras que el amor suscita en estas ocasiones, como por
ejemplo: “Mi Dios, aquí estoy
totalmente consagrado a Ti”; “Señor, hazme de acuerdo a tu
corazón”. Y entonces le parece
(porque en efecto, así lo siente) que este Dios de amor,
satisfecho con esas pocas palabras,
reposa nuevamente y descansa en la profundidad y centro
de su alma. Experimentar estas cosas
le da la seguridad de que Dios siempre está en lo
profundo, en el fondo de su alma, y
lo hace incapaz de dudar de ellos, pase lo que pase.
Juzga por ti mismo de cuánta alegría
y satisfacción disfruta, al encontrar en sí mismo
continuamente un tesoro tan grande:
ya no está en una ansiosa búsqueda. Lo tiene abierto
delante de él, y puede tomar lo que
quiera.
Él se queja mucho de nuestra ceguera,
y reclama que deberíamos lamentarnos de contentarnos
con tan poco. Dios, dice él, tiene un
tesoro infinito para otorgarnos, y nos conformamos con
una pequeña devoción sensible, que
pasa en un instante. Ciegos como somos, entorpecemos a
Dios, y detenemos la corriente de su
gracia. Pero cuando Dios encuentra un alma penetrada de
una fe viva, derrama en ella sus
gracias y favores plenamente. De allí fluyen como un torrente
que, después de haber sido detenido
contra su curso natural, ha encontrado una vía y se
derrama impetuosa y abundantemente.
Sí, frecuentemente detenemos este
torrente, por el poco valor que le damos. Pero no lo
detengamos más: entremos en nosotros
mismos y derribemos el dique que lo detiene.
Hagamos camino para la gracia;
recuperemos el tiempo perdido, porque quizás nos quede
poco; la muerte nos sigue de cerca.
Estemos bien preparados para ella porque morimos sólo
una vez, y el fracaso aquí es
irremediable.
Lo digo de nuevo: entremos en
nosotros mismos. El tiempo nos apremia: no hay lugar para
retrasos; nuestras almas están en
juego. Creo que tú has tomado tales medidas efectivas, y que
no serás sorprendido. Te advierto que
ésta es la única cosa necesaria: debemos, sin embargo,
siempre trabajar en ella, porque en
la vida espiritual no avanzar es retroceder.
Pero aquellos que tienen el aliento
del Espíritu Santo avanzan aun cuando duermen. Si la nave
de nuestra alma todavía está agitada
por vientos y tormentas, despertemos al Señor que
reposa en ella, y Él rápidamente
calmará el mar.
Me he tomado la libertad de compartir
contigo estos buenos sentimientos, para que puedas
compararlos con los tuyos: te
servirán para encenderlos e inflamarlos nuevamente, si por
desgracia (Dios no quiera, porque
sería ciertamente un gran daño) tus sentimientos se hubieran
enfriado, aunque sea algo. Entonces,
recordemos tú y yo los primeros favores recibidos.
Saquemos provecho del ejemplo y
sentimientos de este hermano, que es poco conocido en el
mundo, pero conocido por Dios, y
extremadamente mimado por Él. Oraré por ti. Ora en este
momento por mí, que soy tuyo en
nuestro Señor.
Quinta Carta
Hoy recibí dos libros y una carta de la Hermana , que está
preparándose para hacer su
profesión, y por esta razón desea las
oraciones de tu santa comunidad, y las tuyas en particular.
Noto que espera mucho de ellas. Ora,
nola decepciones. Ruega a Dios que ella pueda hacer su
sacrificio sólo por amor a Él, y con
la firme resolución de estar totalmente dedicada a Él.
Te enviaré uno de aquellos libros que
tratan de la presencia de Dios; un tema que, en mi
opinión, contiene toda la vida
espiritual, y pienso que todo el que lo practique debidamente
pronto llegará a ser espiritual. Sé
que para su correcta práctica, el corazón debe estar vacío de todas las demás
cosas; porque
Dios posee el corazón él solo, no
puede poseerlo sin que esté vacío de todo lo demás. No puede
actuar allí y hacer en él lo que a Él
le agrada a menos que sea dejado totalmente vacío para Él.
No hay en el mundo una vida más dulce
y deliciosa que aquella que mantiene una continua
conversación con Dios. Sólamente
pueden comprenderlo aquellos que lo practican y
experimentan; sin embargo, no te
aconsejo que lo hagas por ese motivo, porque no es el placer
lo que debemos buscar en este
ejercicio. Hagámoslo desde un principio de amor, y porque Dios
nos poseerá.
Si yo fuera un predicador, mi
prioridad sería predicar la práctica de la presencia de Dios. Y si
fuera un director, le recomendaría a
todo el mundo hacerlo: tan necesario pienso que es, y tan
sencillo también.
¡Ah! Si comprendiéramos la necesidad
que tenemos de la gracia y ayuda de Dios, nunca
perderíamos la mirada de Él, no, ni
por un momento. Créeme; haz inmediatamente una
resolución santa y firme de no
olvidar a Dios voluntariamente nunca más, y pasar el resto de
tus días en su sagrada presencia,
abandonado por amor a Él, si esa es su voluntad para ti.
Empéñate de todo corazón en esta
tarea, y si haces lo que deberías, puedes estar segura de
que pronto experimentarás sus
efectos. Te ayudaré con mis oraciones, pobres como son. Me
encomiendo fervientemente a las
tuyas, y a las de tu santa comunidad.
Sexta Carta
He recibido de la señora - las cosas
que le diste de mi parte. Me pregunto por qué no me has
dicho lo que piensas acerca del
librito que te envié, y que debes haber recibido. Ora de todo
corazón sobre su práctica en tu
ancianidad. Es mejor tarde que nunca.
No puedo imaginar cómo personas
religiosas pueden vivir satisfechas sin la práctica de la
presencia de Dios. Por mi parte, me
mantengo retirado con Él en la profundidad y el centro de
mi alma tanto como puedo, y mientras
estoy así con Él nada temo, pero el más mínimo
alejamiento de Él es insoportable.
Este ejercicio no fatiga mucho el
cuerpo: es sin embargo, apropiado privarlo algunas veces, no
frecuentemente, de muchos pequeños
placeres inocentes y permitidos, porque Dios no
permitirá que un alma que desea estar
enteramente consagrada a Él encuentre placeres en
otras cosas y no en Él, más allá de
lo razonable.
No digo que debemos imponernos
represiones violentas. No, debemos servir a Dios con una
santa libertad, debemos hacer nuestros
trabajos fielmente, sin dificultad ni intranquilidad;
haciendo volver nuestra mente a Dios
suavemente y con tranquilidad, tan frecuentemente
como percibimos que está desviándose
de Él.
Es necesario, sin embargo, poner toda
nuestra confianza en Dios, dejando a un lado todas las
otras preocupaciones, e incluso
ciertas formas particulares de devoción que, aunque son muy
buenas en sí mismas, uno con
frecuencia se sumerge en ellas desmesuradamente: porque esas
devociones son sólo medios para
alcanzar el fin; así que cuando por medio de este ejercicio de
la presencia de Dios estamos con Él
que es nuestro fin, es inútil entonces retornar a los medios;
pero podemos continuar nuestro
intercambio de amor con Él, perseverando en su santa
presencia; a veces mediante un acto
de alabanza, de adoración, o de deseo; otras veces
mediante un acto de renuncia o de
acción de gracias; y en todas las otras maneras que nuestro
espíritu pueda crear.No te desanimes
por el rechazo que puedas encontrar en este ejercicio por naturaleza; debes
hacerte violencia. Al principio, uno
piensa frecuentemente que es tiempo perdido; pero debes
seguir adelante, y decidirte a
perseverar en ello hasta la muerte, a pesar de todas las
dificultades que pueden presentarse.
Me encomiendo a las oraciones de tu santa comunidad, y
a las tuyas en particular. Soy tuyo
en nuestro Señor.
Séptima Carta
Tengo pesar por ti. Será de gran
importancia si dejas el cuidado de tus asuntos a -, y pasas el
resto de tu vida solamente adorando a
Dios. Él no requiere grandes cosas de nosotros,
recordarlo un poco de tanto en tanto,
un poco de adoración: a veces para pedir por su gracia,
otras para ofrecerle tus
sufrimientos, y a veces para agradecerle por los favores que te ha
concedido, y te concede aun, en medio
de tus preocupaciones, y para consolarte con Él tan
frecuentemente como puedas. Eleva tu
corazón a Él, incluso durante tus comidas, y cuando
estás acompañado: hasta el más
pequeño recuerdo le será aceptable. No necesitas clamar en
voz alta, Él está más cerca de
nosotros de lo que nos damos cuenta.
No es necesario para estar con Dios
estar siempre en la iglesia. Podemos convertir nuestro
corazón en un oratorio, donde podamos
retirarnos de tanto en tanto, para conversar con Él en
mansedumbre, humildad, y amor. Todos
son capaces de mantener una conversación familiar
con Dios, algunos más, algunos menos:
Él sabe lo que podemos hacer. Comencemos pues;
quizás Él espera apenas una generosa
decisión de nuestra parte. Ten valor. Tenemos poco
tiempo para vivir, tú estás cerca de
los sesenta y cuatro años, y yo casi tengo ochenta. Vivamos
y muramos con Dios: los sufrimientos
serán dulces y agradables para nosotros, mientras
estemos con Él, y los más grandes
placeres serán, sin Él, un cruel castigo para nosotros. Sea
bendito por todos. Amén.
Acostúmbrate a adorarlo gradualmente,
a suplicar por su gracia, a ofrecerle tu corazón de tanto
en tanto, en medio de tus trabajos,
incluso a cada momento si puedes. No te confines
escrupulosamente a ciertas reglas, o
particulares formas de devoción, más bien actúa con una
gran confianza en Dios, con amor y
humildad. Ten la seguridad de mis pobres oraciones, y que
soy vuestro siervo, y tuyo
particularmente.
Octava Carta
No me dices nada nuevo: tú no eres el
único que tiene problemas con los pensamientos
erráticos. Nuestra mente es
extremadamente divagante; pero como la voluntad gobierna todas
nuestras facultades, ella debe
recapturarla y llevarla a Dios como su meta final.
Cuando nuestra mente, por falta de
haber sido suficientemente controlada por el recogimiento,
a nuestro primer intento de devoción,
ha contraído ciertos malos hábitos de divagar y
dispersarse, éstos se vuelven
difíciles de vencer, y frecuentemente nos arrastrarán, incluso
contra nuestra voluntad, a cosas
mundanas
Creo que un remedio para esto es
confesar nuestras faltas, y humillarnos delante de Dios. No te
sugiero multiplicar las palabras en
la oración, porque las muchas palabras y los largos discursos
frecuentemente son ocasiones para
divagar: mantente en oración ante Dios así como un mudo
o un paralítico mendiga a la puerta
de un hombre rico. Que tu trabajo sea mantener tu mente
en la presencia del Señor. Si a veces
tu mente se distrae y se aparta de Él, no te inquietes
mucho; la preocupación y la inquietud
más bien sirven para distraer la mente, que para recogerla. La voluntad debe
retornarla a la tranquilidad; si perseveras en este modo, Dios
tendrá piedad de ti.
Una manera para recoger la mente
fácilmente en el tiempo de oración, y mantenerla tranquila,
es no permitirle divagar en otras
ocasiones: debes mantener tu mente estrictamente en la
presencia de Dios, y cuando te
acostumbres a pensar en Él frecuentemente, encontrarás fácil
mantener tu mente en calma en el
tiempo de oración, o por lo menos recogerla de sus
divagaciones.
En mis cartas anteriores te he
mencionado ampliamente las ventajas que podemos obtener de
esta práctica de la presencia de
Dios: Dediquémonos a ella seriamente, y oremos mutuamente.
Novena Carta
Lo que te escribo es una respuesta a
algo que recibí de --. Te pido que se la hagas llegar. Me
parece que está llena de buena
voluntad, pero que quiere ir más rápido que la gracia. Uno no
llega a ser santo en un instante. Te
la encomiendo. Debemos ayudarnos mutuamente con
nuestros consejos, pero mucho más con
nuestros buenos ejemplos. Te agradeceré que me
permitas saber de ella de vez en
cuando, y si es que es muy ferviente y obediente.
Pensemos frecuentemente que nuestro
único trabajo en esta vida es agradar a Dios, y quizás
todo lo demás no sea otra cosa que
locura y vanidad. Tú y yo hemos vivido durante más de
cuarenta años en religión. ¿Los hemos
empleado en amar y servir a Dios, quien en su
misericordia nos ha llamado a este
estado y para este fin? Me lleno de vergüenza y confusión
cuando reflexiono, por un lado, sobre
los grandes favores que Dios me ha hecho y continúa
haciéndome incesantemente, y por otro
sobre el mal uso que hago de ellos y mi poco progreso
en el camino de la perfección.
Puesto que por su misericordia nos
concede todavía un poco de tiempo, comencemos con
diligencia, hagamos reparación por el
tiempo perdido, retornemos con una plena seguridad a
aquel Padre de misericordias que
siempre está dispuesto a recibirnos afectuosamente.
Renunciemos, renunciemos
generosamente por amor a Él a todo lo que no es Él Mismo; Él
merece infinitamente más. Pensemos en
Él perpetuamente. Pongamos toda nuestra confianza
en Él: no dudo de que pronto
encontraremos su beneficios, al recibir la abundancia de su
gracia, con la cual podemos hacer
todas las cosas, y sin la cual no podemos hacer nada excepto
pecar.
No podemos escapar a los peligros que
abundan en la vida sin la ayuda presente y continua de
Dios. Oremos a Él continuamente por
esto. ¿Cómo podemos pedirle sin estar con Él?
¿Cómo podemos estar con Él si no
pensamos en Él frecuentemente? ¿Y cómo podemos pensar
frecuentemente si no es por medio de
haber formado el santo hábito de hacerlo? Me dirás que
siempre estoy diciendo lo mismo: es
verdad, porque éste es el mejor y más sencillo método que
conozco; y como no uso otro, se lo
sugiero a todo el mundo. Debemos conocer antes de amar.
Para conocer a Dios, debemos pensar
frecuentemente en Él, y cuando llegamos a amarle,
debemos seguir pensando en Él
frecuentemente, porque nuestro corazón estará con nuestro
tesoro. Este es un argumento que bien
merece tu consideración.
Décima Carta
Me ha sido bastante difícil obligarme
a escribirle a M. -, y lo hago ahora solamente porque tú y
Madame lo quieren de mí. Por favor,
escribe la dirección y envíale la carta. Estoy muy contento con la confianza
que tienes en Dios: Te deseo que Él la aumente en ti más y más. Jamás sería
demasiado lo que podríamos tener de
tan buen y fiel Amigo que nunca nos fallará en este
mundo ni en el venidero.
Si M.- saca provecho de la pérdida
que ha tenido, y pone toda su confianza en Dios, pronto Él le
dará otro amigo, más poderoso y más
inclinado a servirle. Dios dispone de los corazones como
Él quiere. Quizás M.- estaba demasiado
apegado al que ha perdido. Debemos amar a nuestros
amigos, pero sin afectar con ello el
amor a Dios, que debe ser el principal.
Por favor, recuerda lo que te he
recomendado, que es pensar frecuentemente en Dios, de día,
de noche, en tus trabajos, y aún en
tus diversiones. Él siempre está cerca de ti y contigo; no lo
dejes solo ¿Piensas que es descortés
dejar solo a un amigo que vino a visitarte? ¿Por qué,
entonces, Dios ha de ser descuidado?
No lo olvides, piensa en Él frecuentemente, adórale
continuamente, vive y muere con Él;
ésta es la gloriosa ocupación de un cristiano; en una
palabra, ésta es nuestra profesión,
si no lo sabemos debemos aprenderlo. Voy a esforzarme
para ayudarte con mis oraciones, tuyo
en nuestro Señor.
Undécima carta
No oro para que seas librado de tus
dolores; sino que le rezo a Dios fervientemente para que te
dé fuerzas y paciencia para
soportarlas durante todo el tiempo que Él quiera. Consuélate con
Quien te mantiene atado a la cruz: Él
te soltará cuando le parezca oportuno. Felices quienes
sufren con Él: acostúmbrate a sufrir
de esa manera, y busca de Él la fuerza para soportar tanto y
durante tanto tiempo como Él lo
juzgue necesario para ti. Los hombres del mundo no
comprenden estas verdades, y no
debemos sorprendernos, debido a que sufren como lo que
son, y no como cristianos: ellos
consideran a la enfermedad como un dolor a la naturaleza, y no
como un favor de Dios. Y viéndolo
solamente así, no encuentran nada sino aflicción y angustia.
Pero aquellos que consideran que la
enfermedad viene de la mano de Dios, como efecto de su
misericordia y como el medio que Él
emplea para su salvación, comúnmente encuentran en ello
gran dulzura y consolación.
Quisiera que te convenzas de que Dios
frecuentemente está más cerca de nosotros (en cierto
sentido) y más efectivamente presente
con nosotros en la enfermedad que en la salud. No
confíes en ningún otro médico, porque
según yo entiendo, Dios se reserva tu cura para Sí
Mismo. Pon toda tu confianza en Él, y
pronto verás sus efectos en tu recuperación, la que con
frecuencia retardamos porque ponemos
mayor confianza en la medicina que en Dios.
Sean los que fueren los remedios que
uses, serán eficaces solamente en la medida que Él lo
permita. Cuando los dolores provienen
de Dios, solamente Él puede curarlos. Con frecuencia
envía enfermedades al cuerpo para
curar las enfermedades del alma.
Consuélate con el Médico Soberano
tanto del alma como del cuerpo.
Puedo prever que me dirás que estoy
muy tranquilo porque puedo comer y beber en la mesa
del Señor. Tienes razón: pero piensa,
¿No sería doloroso para el criminal más grande del
mundo, comer a la mesa del rey, y ser
servido por él, recibir tales favores, sin estar seguro de su
perdón? Creo que sentiría una
inquietud extremamente grande que nada podría moderar,
excepto la confianza en la bondad de
su soberano. Así que puedo asegurarte que cualquiera
que sea el placer que disfruta en la
mesa de mi Rey, mis pecados, siempre presentes ante mis
ojos, así como la incertidumbre de mi
perdón, me atormentan, aunque en verdad ese tormento
en sí mismo es agradable. Estate
satisfecho con la condición en la que Dios te pone: por muy feliz que yo
pudiera ser, te
envidio. Los dolores y los
sufrimientos serían un paraíso para mí, mientras sufriera con mi Dios,
y el mayor de los placeres sería un
infierno si tuviera que gustarlo sin Él; todo mi consuelo sería
sufrir algo por amor a Él.
En poco tiempo debo ir con Dios. Lo
que me consuela en esta vida es que ahora lo veo por fe, y
lo veo de una manera tal que a veces
puedo decir: “Ya no creo, veo”. Siento lo que la fe nos
enseña, y en la seguridad y la
práctica de la fe, viviré y moriré con Él.
Continúa, entonces, siempre con Dios,
que es el único sostén y consuelo para tu aflicción. Voy a
rogarle que esté contigo. Quedo a tu
servicio.
Duodécima Carta
Si estuviéramos acostumbrados al
ejercicio de la presencia de Dios, todas las enfermedades
físicas se verían aliviadas. Dios
frecuentemente permite que suframos un poco para purificar
nuestras almas y animarnos a
continuar con Él.
Ten valor, ofrécele a Él tus dolores
incesantemente, ora pidiéndole fortaleza para soportarlos.
Sobre todo, adquiere el hábito de
pasar tiempo frecuentemente con Dios, y olvídale lo menos
que puedas. Adórale en tus
enfermedades, ofrécete a Él de tanto en tanto; y en la cumbre de
tus sufrimientos, ruégale humilde y
afectuosamente (como un hijo a su Padre) para que puedas
conformarte a su santa voluntad. Yo
voy a esforzarme por ayudarte con mis pobres oraciones.
Dios tiene muchas maneras de
atraernos a Sí Mismo. A veces se oculta de nosotros, pero sólo la
fe, que no nos fallará en tiempo de
necesidad, debe ser nuestro sustento y el cimiento de
nuestra confianza, y debe estar
puesta toda en Dios
Yo no sé lo que Dios dispondrá de mí.
Siempre estoy feliz, todo el mundo sufre, y yo, que
merezco la disciplina más severa,
experimento gozos tan continuos y tan grandes que a duras
penas puedo contenerlos.
Quisiera pedirle voluntariamente a
Dios una parte de tus sufrimientos, pero conozco mi
debilidad, que es tan grande que si
Él me dejara librado a mi mismo por un momento, sería el
hombre más miserable. Y sin embargo
sé que no va a dejarme solo, porque la fe me da una
convicción tan grande como mis
sentidos podrían hacerlo, de que Él nunca nos abandona si es
que nosotros no le abandonamos a Él
primero. Tengamos temor de dejarle. Estemos siempre
con Él. Vivamos y muramos en su
presencia. Ora por mí, como yo oro por ti.
Decimotercera Carta
Me duele verte sufrir durante tanto
tiempo. Lo que me da cierto alivio y dulzura en el
sentimiento que tengo de tus dolores,
es que son la prueba del amor de Dios hacia ti: míralos
en esa perspectiva, y los soportarás
más fácilmente. Ante tu caso, pienso que deberías dejar de
lado los remedios humanos, y
entregarte por entero a la providencia de Dios; quizás Él espera
solamente esa entrega y una perfecta
confianza en Él para curarte. Dado que a pesar de todos
tus cuidados médicos, la medicina se
ha demostrado inútil y tus males se han incrementado, no
sería tentar a Dios abandonarte en
sus manos, y esperar todo de Él.
Te dije en mi última carta que a
veces Él permite enfermedades del cuerpo para curar las
enfermedades del alma. Ten ánimo: haz
virtud de la necesidad: Pídele a Dios no que te libere de
tus dolores, sino que te dé fuerzas
para soportar resueltamente, por amor a Él, todo lo que Él
quiera y por el tiempo que quiera.
Esas oraciones, ciertamente, son algo difíciles para la naturaleza, pero muy
aceptables a Dios, y
dulces para aquellos que lo aman. El
amor endulza los sufrimientos. Y cuando uno ama a Dios,
sufre por amor a Él con gozo y
coraje. Te ruego que lo hagas; consuélate con Él, que es el único
Médico de todas nuestras
enfermedades. Él es el Padre de los afligidos, y siempre dispuesto a
ayudarnos. Nos ama infinitamente más
de lo que imaginamos: Ámale, entonces, y no busques
ningún consuelo en otra parte. Espero
que pronto lo recibas. Adiós. Te ayudaré con mis
oraciones, pobres como son, y siempre
seré tuyo en nuestro Señor.
Decimocuarta Carta
Doy gracias a nuestro Señor por
haberte aliviado un poco de acuerdo a tu deseo. He estado con
frecuencia cerca de expirar, aunque
nunca me sentí tan satisfecho como entonces. Por
consiguiente no oraba pidiendo alivio,
sino oraba por la fuerza para sufrir con valor, humildad y
amor. ¡Ah! ¡Cuán dulce es sufrir con
Dios! No importa cuán grande puedan ser los sufrimientos,
acéptalos con amor. Es el paraíso
sufrir y estar con Él; y si en esta vida vamos a gozar de la paz
del paraíso, debemos acostumbrarnos a
mantener una conversación familiar, humilde y
afectuosa con Él. Debemos evitar que
nuestro espíritu se aparte de Él en cualquier ocasión.
Debemos hacer de nuestro corazón un
templo espiritual donde podamos adorarle sin cesar.
Debemos vigilarnos continuamente para
que no hagamos, ni digamos, ni pensemos nada que
pueda desagradarle. Cuando nuestra
mente está así ocupada con Dios, los sufrimientos se
llenarán de unción y consolación.
Sé que para llegar a este estado, el
comienzo es muy difícil; porque debemos actuar puramente
por fe. Pero aunque es difícil,
sabemos también que podemos hacer todo con la gracia de Dios,
que Él nunca la rehúsa a los que la
piden ardientemente. Llama, persevera en llamar, y doy fe
de que Él te abrirá a su debido
tiempo, y te concederá de una vez todo lo ha retenido durante
muchos años.
Adiós. Ora a Dios por mí, y yo oro
por ti. Espero ver a Dios pronto.
Decimoquinta Carta
Dios sabe mejor que nadie lo que
necesitamos, y todo lo que hace es para nuestro bien. Si
supiéramos cuánto nos ama, siempre
estaríamos listos para recibir por igual y con indiferencia
de su mano lo dulce y lo amargo, nos
complacería todo lo que viene de Él. Las aflicciones más
acuciantes no parecen insoportables, salvo
cuando las vemos con la luz equivocada. Cuando las
vemos en la mano de Dios, que es
quien las dispensa, cuando sabemos que es nuestro Padre
amante quien nos humilla y nos
aflige, nuestros sufrimientos pierden su amargura, y llegan a
ser hasta materia de consuelo.
Que toda nuestra ocupación sea
conocer a Dios: mientras más se le conoce, más se le desea
conocer. Y como el conocimiento es
comúnmente la medida del amor, mientras más profundo
y extenso sea nuestro conocimiento,
mayor será nuestro amor: y si nuestro amor a Dios fuera
grande le amaríamos igualmente en los
dolores y en los placeres.
No nos distraigamos buscando o amando
a Dios por favores sensibles (no importa cuán
elevados) que nos ha hecho o pueda
hacernos. Tales favores, aunque nunca muy grandes, no
pueden acercarnos a Dios como la fe
lo hace en un simple acto. Busquémoslo a Dios frecuentemente por la fe, Él está en nosotros.
No le busquemos en otro lugar ¿No somos desconsiderados y dignos de reprensión,
si le dejamos solo, para ocuparnos por insignificancias que no le agradan y
quizás le ofenden? Debemos temer que estas insignificancias algún día nos cuesten caro. Comencemos a dedicarnos a Él con
gran fervor. Arrojemos todo lo que hay de irrelevante en nuestro corazón. Sólo
Él debe poseerlo por completo. Supliquemos este favor de Él. Si hacemos lo que
podemos de nuestra parte, pronto veremos el cambio que anhelamos. No puedo
agradecerle lo suficiente por el alivio que te ha concedido. Espero de su
misericordia el favor de poder verlo dentro de unos días. Oremos mutuamente.
[El Hermano Lorenzo cayó en cama dos días después y murió esa misma semana]
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