CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que
introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia,
está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de
Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma.
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste
empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el
nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto
de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha
querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar
la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo
Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos
envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su
muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la
Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de
Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para
iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del
encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado
decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de
ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al
lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da
la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los
cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y
políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un
presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no
aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en
el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente
aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por
ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa
de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz
permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre
actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a
Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente
(cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la
Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida,
ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En
efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza:
«Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para
la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es
también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las
obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es
ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es,
por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese
Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las
graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe
verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo
con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una
ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los
Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su
valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean
conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio,
dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de
indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado
en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para
orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar
con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi
elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una
hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza
para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través
del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia
en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer
la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en
la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo,
“santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,
21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la
Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre
necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La
Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de
los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que
vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor
resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y
dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el
misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que
al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación
a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios,
en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que
salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los
pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una
nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que,
lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta
vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la
resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los
afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y
transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en
esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo
criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm
12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el
amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy
como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a
todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae
hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia
y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por
eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de
una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los
creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que
nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un
amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace
fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un
testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan
para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus
discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen
creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse
de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza
de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos
escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe,
permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo
todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para
acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay
otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse,
en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre
como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los
hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo
de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de
la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que
intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en
Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo
en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo.
Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras
familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y
transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las
comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades
eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el
Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la
aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y
esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración
de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la
cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde
mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida
de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe
profesada, celebrada, vivida y rezada[15], y reflexionar sobre el mismo acto
con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio,
sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros
siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como
oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San
Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un
sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del
sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado
uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la
fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el
Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra
mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar
cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma
que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que
sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe
sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda
entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad
cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm
10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es
don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en
lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy
elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue
un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y
el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16,
14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que
el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si
después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la
gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que
se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe
implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar
nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor
para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por
las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige
también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de
Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del
anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que
capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y
valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al
mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia.
En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de
la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como
afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia
profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo.
“Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en
Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes.
“Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y
que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos
de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse
plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El
conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado
por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree,
se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su
verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas
en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe,
buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia
y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a
las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del
hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece
siempre»[19]. Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita
indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel
que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre
totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del
contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia
Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más
importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei
depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este
Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida
eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como
instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá
expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos
fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el
Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la
riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en
sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la
Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el
Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia
ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los
creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia
Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la
vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta
no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A
la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en
la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia.
Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues
carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo
modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido
cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica
podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente
para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en
nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la
Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa
Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes
algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y
apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a
una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre
todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros
científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar
cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque
ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en
Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su
cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor,
la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la
ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene
su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su
compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de
su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de
nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó
en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf.
Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por
las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con
gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad
(cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para
salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió
al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19,
25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y,
guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a
los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf.
Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al
Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el
Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20).
Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas,
dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus
discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el
mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf.
Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la
resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera
comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la
celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender
las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como
testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho
capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus
perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a
Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la
pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en
llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la
justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar
la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos
nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han
confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí
donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la
profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se
les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el
reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la
historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad
para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas
es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen
a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos
míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si
un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de
vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario
para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras,
está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras,
muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St
2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe
sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se
necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En
efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo,
marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más
importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo
de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el
rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas
son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a
devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite
reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que
se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos
con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos
y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió
al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma
constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como
dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe.
Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos
las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de
los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en
un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo
necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados
en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el
corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que
no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea
glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la
relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al
futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol
Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis,
aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la
autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero,
se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de
Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en
él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de
vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los
cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos
han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en
nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz
consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el
misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24),
son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy
débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza
que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos
encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc
11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él
como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada
«bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del
año 2011, séptimo de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24
abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro
do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española
(16 mayo 2010), pag. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11
octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de
los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en
Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos,
en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22
febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la
concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro
y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio 1968): AAS 60 (1968),
433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967):
Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6
enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005):
AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11
octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I,
Const. dogm. Dei
Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12
septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11
octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre
1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.
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DETRAS DE CADA TRAMITE HAY UNA NECESIDAD O UN DOLOR, UN DERECHO Y TODA DEMORA OCASIONA UN PERJUICIO
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