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martes, 7 de agosto de 2012

INFLACIÓN, UN PROBLEMA MÁS POLÍTICO QUE ECONÓMICO

INFLACIÓN, UN PROBLEMA MÁS POLÍTICO QUE ECONÓMICO
por Consejo de redacción 
La economía argentina ya no es lo que era por más que el obstinado relato oficial intente mostrar lo contrario. Una pena, porque a partir de la crisis de 2001-02 y apoyada en un inédito viento a favor, logró una notable recuperación y, sobre todo, que millones de personas salieran de la indigencia o de la pobreza, encontraran un empleo y, por qué no, recuperaran su dignidad. Ahora estamos al borde de una recesión, sin que amaine la inflación, y la discusión de moda es si esto obedece al nuevo coletazo de la crisis global o a falencias internas. Argumentaremos aquí que las últimas tienen mayor responsabilidad que las primeras.
En 2007 se inicia el fin de una etapa positiva de la política económica, caracterizada por el famoso tipo de cambio alto, baja inflación, superávit gemelos –fiscal y externo– y un razonable equilibrio entre exportaciones, sustitución de importaciones, consumo, inversión y gasto público. A partir de allí se fue mutando sin aviso hacia la alta inflación, la apreciación del peso, el déficit fiscal, la anulación del superávit de la cuenta corriente del balance de pagos (no mala en sí misma), intervencionismo creciente y discrecional y un fuerte énfasis en la sustitución de importaciones, el consumo y el gasto público en desmedro de las exportaciones y la inversión.
A partir de la inflación empezaron a empeorar otras variables y, sobre todo, a llevar a errores a la política económica. El primero fue negar la inflación mediante un hecho sin precedentes mundiales: falsear las estadísticas respectivas durante ya cinco años. Lo cierto es que el aumento anual de los precios al consumidor en la Argentina, cercano a 25%, es el quinto más alto entre 187 países, de los que sólo seis tienen más de 20%; veinte, entre 10 y 20%; y 161, menos de 10%. ¿Quién estará equivocada, la enorme mayoría que procura mantener la inflación a raya o esta curiosa minoría despreocupada en la que militan Bielorrusia, Etiopía, Venezuela, Uganda, Sudán (antes de su partición) e Irán? La respuesta es obvia. Fue por la alta inflación que se deterioró la competitividad, no se pudo devaluar como sí lo hizo Brasil este año, se acentuó la fuga de capitales que buscaban protegerse y no encontraban, ni encuentran, instrumentos de ahorro doméstico. No es el dólar, sino la pertinacia inflacionaria de los gobiernos argentinos, el verdadero “problema cultural” que ha llevado y lleva a casi todos los ciudadanos con capacidad de ahorro a hacerlo en dólares, buscando sortear la expropiación de buena parte de sus recursos.
Junto a las retenciones, las restricciones cuantitativas a las exportaciones y la obstinación del Gobierno de no acudir al mercado financiero para renovar al menos parte de los vencimientos de capital de su deuda, la inflación estuvo en la raíz de la “escasez de dólares”, creada en verdad por la propia política económica. Baste mencionar que con diferentes políticas agroalimentarias, la Argentina podría estar produciendo 20 mil millones de dólares más de carnes, granos, lácteos y sus manufacturas, de los cuales se exportarían aproximadamente 15 mil. Las respuestas recientes de política económica, como las violentas restricciones a las importaciones y un control de cambios casi prohibitivo, están dando lugar ahora a la fortísima desaceleración o aun la caída de la actividad económica –según los sectores–, configurando así un ajuste mucho peor que el que se juraba no se iba a realizar jamás. La situación es aun más negativa al estar castigando dura y principalmente a la inversión por la gran incertidumbre originada y reduciendo así el empleo hoy y el crecimiento en el futuro. Hay que subrayar que más allá de la habitual tranquilidad relativa de los precios, en el segundo trimestre la inflación se mantiene estable en base a una constante apreciación del peso y al atraso de las tarifas de energía y otros servicios públicos. El plan de reducir estos últimos –tarea sin duda equitativa en lo que concierne a los sectores sociales con capacidad de pago– ha sido muy limitado y se ha detenido sin explicación.
Por cierto, no puede negarse el impacto negativo sobre la economía de factores ajenos a la política económica. Por un lado, ha habido dos graves sequías en los últimos cuatro años. Por otro, la crisis global no ha sido resuelta y, aunque es claro que su epicentro está en Europa, a su influjo se están enfriando también los Estados Unidos, China, otras partes de Asia y Brasil. Pero hasta el momento los efectos de esta desaceleración global afectan principalmente a las exportaciones, también golpeadas por la sequía de la última campaña. En cambio, el menor crecimiento del consumo y de la inversión se debe sobre todo a las políticas internas. La prueba está en que probablemente todos los países sudamericanos, aun Brasil, crecerán en 2012 más que la Argentina que, con mucha suerte, lo hará al 1% ó 2% y, sin ella, tendrá una recesión. También hay un impacto negativo sobre el gasto público. Su nivel actual cercano al 47% es insostenible, pero hoy se está castigando sobre todo a las provincias por la injusta distribución de la renta fiscal entre ellas y la Nación.
Cuanto más se postergue la enmienda de tantos errores peor será la situación de todos los argentinos pero, como casi siempre, sobre todo la de los más pobres. El gobierno se aferra obstinadamente al camino elegido y a la negación de la inflación. ¿Podrían atacarse la inflación y la recesión sin demasiados cambios en la política económica? Es muy difícil, porque para reducir la inflación es necesario coordinar expectativas con un plan, acuerdos de precios y salarios y moderación de la expansión fiscal y la emisión monetaria. Esto reduciría el impuesto inflacionario, en parte porque la emisión financia hoy generosamente el gasto público nacional y su moderación llevaría a desacelerarlo. Aun sin coordinar expectativas y sin un acuerdo de precios y salarios, casi imposible por la fractura sindical, sería posible reducir la inflación con las mencionadas políticas fiscales y monetarias, haciéndolas como quien juega al distraído para evitar la desmentida del relato. Paradójicamente, también ayudaría a estabilizar el indeseable escenario 2009 cuando, en plena crisis global, la inflación cayó 10 puntos y permitió devaluar “a la brasileña” casi 20%.
En un escenario más normal las políticas mencionadas contraerían la actividad económica y por ello harían falta instrumentos compensatorios. Sería clave en tal sentido aumentar la inversión (o evitar su derrumbe) desarmando gradualmente los patéticos controles cambiarios y de importaciones. La suba del precio de la soja –que podría llegar a límites impensados si no amengua la seca en los Estados Unidos– brinda la excusa ideal para hacerlo, ya que “faltarían” menos dólares. Otro instrumento posible, reconociendo implícitamente la inflación, sería permitir el ahorro bancario o de otro tipo (fideicomisos) y los contratos sobre inversiones (por ejemplo, inmobiliarias) ajustados por un índice realista, como sería el de salarios. Esto daría una alternativa al ahorro en dólares –una cierta pesificación genuina– y permitiría financiar el consumo pero sobre todo la inversión en la construcción. Si bien el impacto en este sector es lento –como también lo será el del Plan Procrear– el sólo anuncio de la medida reactivaría proyectos de construcción en carpeta. Dicho sea de paso, el ajuste también sería útil para evitar las pérdidas de solvencia del Fondo de Garantía de las jubilaciones. También ayudaría una política de competitividad sistémica para dar sustento real a los planes estratégicos que se han presentado para las industrias manufactureras y el sector agroindustrial, hasta ahora un catálogo de buenas intenciones. Todo lo dicho revela que estamos en presencia de un problema que es más político que económico y que no podrá enmendarse sin salir del enconado ensimismamiento del Gobierno.





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