• DETRAS DE CADA TRAMITE HAY UNA NECESIDAD O UN DOLOR, UN DERECHO Y TODA DEMORA OCASIONA UN PERJUICIO

martes, 3 de abril de 2012

La ética de la indignación por Pierron, Jean-Philippe ·


Filosofía: La ética de la indignación por Pierron, Jean-Philippe ·
Motor de las recientes manifestaciones en distintos puntos del planeta, la indignación aparece como reconocimiento de algo que consideramos inaceptable y que nos pone en movimiento.
Imposible callar. obligación de hablar.
Y si la política, que se filtra por todos lados, falseara las intenciones originales del discurso, hay obligación de gritar.
de gritar.
Emmanuel Lévinas (Difícil Libertad)
Desde aquel llamado del Abbé Pierre en el invierno de 1954 al “¡Indígnense!” de Stéphan Hessel 2011, y de la primavera árabe en la plaza Tarhirde El Cairo o de las manifestaciones en la Puerta del Sol de Madrid hasta los indignados contra “el mundo de las finanzas” en Nueva York, la indignación resuena, en diversidad de lenguas y causas, como un rumor que retumba. No es la afirmación de un “sí”, es la posición de un “no”, un rechazo. El estudio de los movimientos sociales lo demuestra: la indignación, más que reivindicar principios de justicia, manifiesta que son burladas las normas fundamentales del vivir común. Se dirá, con cierto escepticismo, que tiene un encanto pasajero, que aprovecha la ocasión favorable para despertar frente a dramas que en realidad vienen de lejos, que hay sobreactuación. ¿Y si, por el contrario, la indignación fuera el indicador de uno de los más altos ejercicios de la libertad?
UN SENTIMIENTO MORAL
Al afirmar la urgencia del “ahora o nunca”, la indignación revela el sentimiento de “elegir la vida” frente al mal que la caricaturiza. Y es también denuncia del mal que alimenta la necesidad de comprometerse. Finalmente, apela al reclamo ético y político sin una continuidad sistemática de alcance institucional. Sentimiento moral, resuello del compromiso y provocación a la acción elevan a la indignación al rango de experiencia moral inaugural de las relaciones que el hombre establece con el mal.
¿Dónde está el mal? A esta pregunta a veces se responde a través de una geografía de los territorios del mal (físico, moral y metafísico), dando por descontado que la experiencia del mal ya se ha probado. Pero volvamos a la pregunta: ¿dónde está el mal?
Esta repetición reflexiva examina lo que se ha roto en la experiencia infeliz de la relación con uno y con el mundo. Ahora bien, es la indignación la que nos permite sentir que algo originario se ha violado en las relaciones del hombre consigo mismo y con los demás. Es posible recordar la rebelión indignada de Iván dirigida a Aliocha contra todos los intentos de justificación del mal que aflige al inocente (Dostoievski en Los hermanos Karamazov): “Toda la sabiduría del mundo no vale las lágrimas de los niños (…) ¿Qué vale esta armonía que implica un infierno? (…) Por amor a la humanidad yo no quiero esa armonía. Prefiero guardar mis sufrimientos y mi indignación persistente, aunque estuviera equivocado”. Entonces, ésta no apunta tanto a derechos burlados cuanto a relaciones fracturadas.
            Posición afectiva de una apuesta moral, afirma un principio que ella misma no alcanza todavía a definir –la dignidad– pero de cuya repercusión es el lugar –la indignación–. Sin preaviso, nos revela que un sentimiento fundamenta las normas morales –el sentimiento de lo injustificable, diría el filósofo Jean Nabert–.
Si en las sociedades jerarquizadas y en las lógicas de Estado predomina un honor preservado en la infelicidad, en las sociedades democráticas es reemplazado por la indignación frente al horror.
            Cuando se diagnostica que “el honor se ha vuelto obsoleto”, se lo individualiza en la indignación que señala la preocupación moderna de una identidad individual. Tomando distancia del intelectualismo moral, frente al mal sufrido o cometido, la indignación permite vivir una dimensión originaria de nuestra experiencia: un deseo de ser, carnal, burlado en su objetivo.
COMPASIÓN Y SENTIMIENTO DE VIOLACIÓN
            No se trata, sin embargo, de la emotividad del “hombre compasivo”. No se entienden los recientes movimientos en Europa si no se ve en ellos más que una emoción. Hay que distinguir entre indignación y lógica compasiva. Esta última es eminentemente teatral y abstracta, manipula estereotipos que no inscriben su horrible singularidad en nuestra historia. Esta mediatización señala lo que Luc Boltanski llama “un sufrimiento a distancia”. La lógica compasiva produce a lo sumo una solidaridad de hecho –vean cómo sufren–, pero no una solidaridad de rechazo y menos aún de proyecto. Deriva en laxitud compasiva, cansada y desgastada antes incluso de haberse movilizado. Además, lo compasivo, “bajo apariencia de estar más cerca de las víctimas… interfiere en las mediaciones institucionales” (Myriam Revaultd´Allonnes). El discurso de la emoción se complace en la descarga afectiva que impone el espectáculo de desgracias llevadas al rango de imágenes-emblemas sensacionales, descuidando su deber de compromiso. Lo que nos provoca sensación no nos aporta mucho moralmente.
            La emoción es de orden psicológico; el sentimiento, de orden existencial. Lejos de ser arbitrario, el “esto no es posible” de la indignación entra trágicamente en el reino de las normas. En ese sentido, el “no” frente al mal es también fuerte afirmación de un “sí” a la vida.
            La indignación –que no se confunde con una emoción fugaz y ocasional- se acerca bastante a esa piedad que Rousseau definía como lo que “nos inspira una repugnancia natural a ver perecer o sufrir todo ser sensible y, principalmente, a nuestros semejantes”. Consideremos primero la idea de semejante. La indignación, como la piedad, mantiene esa idea. Es disponibilidad a la apariencia sensible de lo humano más allá de las máscaras que hacen de él un estereotipo: clochard, rom, indocumentado, moribundo, etc. Así se torna expresión de una relación moral altruista nutrida de la fisura que experimenta, es en nosotros la disponibilidad a la vulnerabilidad y, fuera de nosotros, una disposición relacional. La laxitud compasiva nos anestesiaba; el sentimiento de indignación nos sensibiliza y moviliza.
UNA PREPARACIÓN AL COMPROMISO
            La indignación es también la santa cólera en versión secularizada, como observa LyttaBasset. Manifestación de una dimensión axiológica, no viene ya desde lo alto a partir del esplendor de la verdad moral, sino que surge de abajo a partir de un ser afectado por una vulnerabilidad. Y define el lugar de algo esencial: “¡Eso no debe ser!”. Si es más fácil en un régimen pluralista afirmar lo que no debe ser que lo que debe ser, se comprende que la indignación nos despoja de nuestra voluntad de justificaciones sociales o morales. Más allá de la norma moral, se enfrenta con lo fundamental de la vulnerabilidad. Probablemente es por ello que la indignación conlleva una dimensión trans-local y trans-partisana, una postura apolítica que desconfía de las formas instituidas (partidos, instituciones, sindicatos, etc.), en nombre de una reivindicación de autenticidad. Al discurso moralista que dice lo que tiene que ser, la indignación opone el decir ético de un sentimiento moral que expresa lo que no puede ser: esos pobres dormitorios improvisados bajo los puentes de París en invierno.
Tampoco puede ser esos jóvenes senegaleses partiendo en embarcaciones precarias o contenedores para probar su suerte en los países del Norte (que recuerdan haber hecho caer el muro de Berlín pero son insensibles a los muros que ellos levantan en la frontera de México, en el desierto marroquí, a laspuertas de Europa, entre Israel y Palestina). “Estono debe ser”, es la atormentada letanía del mundo en sus dolores, cada vez más atroces.
            El sentimiento de indignación es una “exclamación moral” (FrédericWorms), de la cual habrá que aprender a sacar sus consecuencias éticas y políticas. Sismógrafo que registra los temblores en las tierras de la desgracia, la indignación es su indicador sensible e inmediato. “Me gustaría poner en un sitio de honor un sentimiento fuerte como la indignación, que enfrenta en negativo tanto la dignidad ajena como la propia; el rechazo a humillar expresa en términos negativos el reconocimiento de lo que hace la diferencia entre un sujeto moral y un sujeto físico, diferencia que se llama dignidad, dignidad que es una grandeza que el sentimiento moral aprehende directamente” (Paul Ricoeur).
En la línea divisoria que separa la urgencia de formular un principio y la situación singular de un contexto indignante, la indignación es ambivalente. Del lado de la expresión objetiva de un principio –uno se indigna más por el otro que por uno–, puede derivar en intransigencia, pero marca una responsabilidad esencial. Del lado contextual, su dimensión sensible explora territorios del mal descubiertos en sus particularidades. Es una disponibilidad a dejarse afectar por una exterioridad herida y reconocida en su valor insustituible. Frente a la desgracia ordinaria sale de la indiferencia y, entonces, marca la distancia. Uno se indigna no de la pobreza en general sino de un pobre en particular.
            El sentimiento de indignación alerta sobre toda una gama de sentimientos morales que realizan la sutura entre el reino de las normas y la vida. Invita a reconocer el rol singular que allí juegan los sentimientos. Nuestro racionalismo nos lleva a olvidar que hay sentimientos morales, “pasiones del alma”. Deseo de la vida que se reconoce en una vida dejada de lado, la indignación es así rechazo de las caricaturas en sus manipulaciones y humillaciones diversas. Doble aspecto del sentimiento de indignación: es la experiencia de un absoluto que permite remontarse hasta el principio que la hace posible; realiza la experiencia moral no tanto antes de la trasgresión de una norma exterior –el moralismo– sino en la prueba profunda de una inadecuación entre el deseo de ser y el mundo. “Rebelión”, habría dicho Camus.
DEL SENTIMIENTO A LOS CONTEXTOS
            Frente a una pasividad que obliga y al “espectáculo” de un mal que atormenta, la indignación inaugura la acción de uno mismo. El sujeto toma la medida afectiva y efectiva de sus fuerzas, verificando su propia potencia delante de lo trágico de la existencia. Pero la indignación sería vana si no estuviera inscripta en contextos que la configuran, sin condiciones sociales que organizan roles e instituciones políticas que la materializan. ¿Qué cuadro interpretativo, biográfico y cultural, le permitirá entonces desplegarse concretamente como oposición al mal?
            En la historia de las experiencias morales, los motivos tradicionales del compromiso hasta el sacrificio –heroísmo, patriotismo– no son ya una opción. La historia de la indignación es un buen indicio. Ya no nos indignamos por ideales colectivos juzgados como abstractos sino por realidades sensibles cuya efectiva precariedad hemos constatado: prójimos, medios, humanos o no humanos. Uno se indigna no a partir de un principio objetivo sustantivo (la afirmación de la Dignidad, de la Patria), sino partiendo de una experiencia sensible subjetiva (la vulnerabilidad que viven ciertos seres): la inmolación de un estudiante sin trabajo en Túnez, el episodio de una mujer sin techo en las calles de París (relatado por el Abbé Pierre en la radio Luxemburgo), la historia de un indocumentado ahogado entre Calais y Douvres intentando alcanzar Inglaterra a nado…
            La indignación es el punto de encuentro entre una historia personal –una biografía– y un contexto –un ambiente, una sociedad, una cultura–. Este sentimiento no es, entonces, toda la experiencia moral y política, sino su comienzo. Además, apunta a una situación singular de la cual indignarse para hacer lo que hay que hacer.
La historia de nuestras indignaciones remite a propias experiencias, a nuestra memoria moral, a los cuadros sociales de los imaginarios del actuar que llevamos en nosotros (imaginario de la Comuna de París, del grito del Abbé Pierre, de la gran huelga de 1995, etc.). La indignación debe así ser “recuperada”, retomada y dilucidada para que, en contextos singulares, sea posible iniciar una respuesta justa y adaptada a los desafíos éticos y políticos que presenta.
INDIGNACIONES, UN PLURAL NECESARIO
            Además del contexto de una historia personal, la indignación se despliega en terrenos de aplicaciones igualmente singulares. Se hace oír por el lado de los dramas humanos en la indignación humanitaria –desde las hambrunas a los sin techo–.
Se despliega también respecto de los no humanos y de los recursos naturales en la indignación ecológica. Una historia de la indignación concebida como historia de una “pasión” política y moral está así en condiciones de inscribir un nuevo territorio por explorar en el siglo XXI: la movilización ética y política en favor de la naturaleza. La historia de estas indignaciones desde hace tres siglos revela los lugares del combate moral y político contra el mal.
            La declaración de los derechos del hombre es así audible –antes de ser un texto, es una declaración, un grito indignado– como la declamación fuerte y sin lirismo de indignaciones contextualizadas frente al mal que “el hombre hace a otro hombre”, cercano o lejano.
            Se explicitarán estos lazos entre indignación y contexto, retomando la tipología que propone Luc Boltanski, distinguiendo entre “indignación que une”, “que divide” y “que desconcierta”. La “indignación que une” reviste un alcance simbólico, apuntando a la fundación del mundo humano destrozado. Expresa la vulnerabilidad y la precariedad de lo humano desnudado por el mal. Se piensa en el grito de cólera del AbbéPierre en el invierno de 1954 y de todos los inviernos que siguieron respecto de los que tenían viviendas precarias, o la diversidad de los gritos de los indignados en lo que se conoce con el término genérico de “primavera árabe”, pero que sería más justo entender en la singularidad de los contextos tunecino, libio, egipcio, marroquí, etc. La “indignación que divide” se desprende de una hermenéutica de la sospecha si se piensa en el escándalo de la sangre contaminada y en los conflictos de intereses concernientes a la vacunación contra la gripe H1N1. En Francia, la indignación comenzó como movimiento del sentimiento moral y se tornó motivo de compromiso e institucionalización, ocasionando una discusión sobre lo esencial o el valor acorde a la realidad convocada. La “indignación que desconcierta”, finalmente, manifiesta un desafío originario y la incapacidad ética de hacer un balance entre convicción y responsabilidad. Se piensa hoy en el debate sobre el cambio climático, la sublevación del hambre, la no aceptación social de las nanotecnologías, etc. El desconcierto en cuestión lleva a pasar de la manifestación de un rechazo a la afirmación de un principio.          La dificultad radica en que la indignación es la guardiana ética y metafísica de un esencial que no llega a traducirse adecuadamente en el campo de los conceptos y de las instituciones. Ahora bien, lo equívoco de ella surge porque trastoca nuestras seguridades morales ya establecidas y las normas sociales.
            La turbulencia hace temblar también la base antropológica sobre la cual nuestro posicionamiento ético estaba instalado. Esta “indignación que desconcierta” es la más interesante porque cuestiona y moviliza la imaginación práctica, la creatividad ética de los actores. Invita a las libertades a intentar desplegarse en toda su imaginación, su savoir-faire profesional, su sensibilidad… para dar concreción y textura a un sentimiento de indignación que, sin ello, correría el riesgo de permanecer como formalidad. La urgencia indignada sacude.
            “Pero lo no negociable no prescribe jamás nada positivo; exige que se discuta, que se investigue, que se escrute el alcance de ese principio, es decir, que se examine el llamado concreto a actuar midiendo las dimensiones de la empresa, que no se develan sino a una inteligencia reflexiva” (Paul Valadier). El sentimiento de indignación moviliza, más allá de la inteligencia y la voluntad, una imaginación ética práctica que consiste en sentirse preocupado por “el aquí y el ahora”, a contextualizar y a donar una cuota concreta al ejercicio de nuestra iniciativa. No basta con deliberar con calma para dar recomendaciones, es necesario indignarse para movilizarse y decidirse a actuar. Así, la indignación puede nutrir una inventiva práctica puesta al servicio de una inteligencia moral en contexto.
RESPONSABILIDAD Y VULNERABILIDAD
            Si bien sería posible intentar que aparezca la obligación moral desde el lado objetivo –el “lo que tienes que hacer” (sollen) kantiano–, hay también otras fuentes de la obligación moral (el “heme aquí” delante del llamado de lo vulnerable, como diría Levinas; el “esto ya no es posible” de la propia indignación). Así, la indignación se desprende de ese sentimiento de estar obligado, de una imperiosa movilización por lo que nos afecta. El clima moral contemporáneo, cuyo signo es la indignación, registra ese desplazamiento: menos “ser responsable de” que “ser responsable para”, una vulnerabilidad que obliga.
            Por lo tanto, la indignación no está marcada por un rechazo al compromiso y a la institución, sino que prepara la invención de instituciones ajustadas al sentido de lo real. La indignación es atención a esas fallas donde algo universal se manifiesta en lo histórico y que conviene preservar. Es un piloto que identifica los territorios de la responsabilidad. Hay que entender plenamente la pregunta “¿de qué nos indignamos?”. Es central porque resiste a lo que engendra la lógica compasional: la laxitud compasional, que adolece de precisión, generaliza y desalienta la responsabilidad, satisfaciéndose de las lamentaciones fatalistas. Por el contrario, la indignación es musa para una imaginación ética singularizante. Este “de qué” nos indignamos manifiesta una identificación rigurosa, una cartografía precisa, de la que puede dar fe, como experiencias de lo terrible y del mal en sus formas históricas. La indignación se continúa y se despliega en compromisos y en instituciones que la mediatizan.
            En Las aventuras de la dialéctica, Maurice Merleau- Ponty insistía: “A la prueba de los acontecimientos, tomamos conocimiento de lo que es inaceptable y es esta experiencia interpretada que se vuelve tesis y filosofía.” Puede que eso sea la indignación: el reconocimiento afectivo de algo inaceptable que nos pone, ética y políticamente, en movimiento.
            El autor es filósofo; su último libro se titula “Vulnérabilité, Pour una philosophie du soin” (PUF, 2010).
El artículo completo fue publicado por la revista francesa Études.
Traducción y edición: Alejandro Poirier
Etiquetas: conflictos, indignados, pobreza, Revolución, sublevaciones


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