Filosofía: La ética de la indignación por Pierron, Jean-Philippe ·
Motor de las recientes manifestaciones en distintos puntos del planeta, la indignación aparece como reconocimiento de algo que consideramos inaceptable y que nos pone en movimiento.
Imposible callar. obligación de hablar.
Y si la política, que se filtra por todos lados, falseara las intenciones originales del discurso, hay obligación de gritar.

de gritar.
Emmanuel Lévinas
(Difícil Libertad)
Desde aquel
llamado del Abbé Pierre en el invierno de 1954 al “¡Indígnense!” de Stéphan
Hessel 2011, y de la primavera árabe en la plaza Tarhirde El Cairo o de las
manifestaciones en la Puerta
del Sol de Madrid hasta los indignados contra “el mundo de las finanzas” en
Nueva York, la indignación resuena, en diversidad de lenguas y causas, como un
rumor que retumba. No es la afirmación de un “sí”, es la posición de un “no”,
un rechazo. El estudio de los movimientos sociales lo demuestra: la
indignación, más que reivindicar principios de justicia, manifiesta que son burladas
las normas fundamentales del vivir común. Se dirá, con cierto escepticismo, que
tiene un encanto pasajero, que aprovecha la ocasión favorable para despertar
frente a dramas que en realidad vienen de lejos, que hay sobreactuación. ¿Y si,
por el contrario, la indignación fuera el indicador de uno de los más altos
ejercicios de la libertad?
UN SENTIMIENTO MORAL
Al afirmar la
urgencia del “ahora o nunca”, la indignación revela el sentimiento de “elegir
la vida” frente al mal que la caricaturiza. Y es también denuncia del mal que
alimenta la necesidad de comprometerse. Finalmente, apela al reclamo ético y
político sin una continuidad sistemática de alcance institucional. Sentimiento
moral, resuello del compromiso y provocación a la acción elevan a la indignación
al rango de experiencia moral inaugural de las relaciones que el hombre
establece con el mal.
¿Dónde está el
mal? A esta pregunta a veces se responde a través de una geografía de los
territorios del mal (físico, moral y metafísico), dando por descontado que la
experiencia del mal ya se ha probado. Pero volvamos a la pregunta: ¿dónde está
el mal?
Esta repetición
reflexiva examina lo que se ha roto en la experiencia infeliz de la relación
con uno y con el mundo. Ahora bien, es la indignación la que nos permite sentir
que algo originario se ha violado en las relaciones del hombre consigo mismo y
con los demás. Es posible recordar la rebelión indignada de Iván dirigida a
Aliocha contra todos los intentos de justificación del mal que aflige al
inocente (Dostoievski en Los hermanos Karamazov): “Toda la sabiduría del mundo
no vale las lágrimas de los niños (…) ¿Qué vale esta armonía que implica un
infierno? (…) Por amor a la humanidad yo no quiero esa armonía. Prefiero
guardar mis sufrimientos y mi indignación persistente, aunque estuviera
equivocado”. Entonces, ésta no apunta tanto a derechos burlados cuanto a
relaciones fracturadas.
Posición afectiva de una apuesta
moral, afirma un principio que ella misma no alcanza todavía a definir –la
dignidad– pero de cuya repercusión es el lugar –la indignación–. Sin preaviso,
nos revela que un sentimiento fundamenta las normas morales –el sentimiento de
lo injustificable, diría el filósofo Jean Nabert–.
Si en las
sociedades jerarquizadas y en las lógicas de Estado predomina un honor
preservado en la infelicidad, en las sociedades democráticas es reemplazado por
la indignación frente al horror.
Cuando se diagnostica que “el honor
se ha vuelto obsoleto”, se lo individualiza en la indignación que señala la
preocupación moderna de una identidad individual. Tomando distancia del
intelectualismo moral, frente al mal sufrido o cometido, la indignación permite
vivir una dimensión originaria de nuestra experiencia: un deseo de ser, carnal,
burlado en su objetivo.
COMPASIÓN Y SENTIMIENTO DE VIOLACIÓN
No se trata, sin embargo, de la
emotividad del “hombre compasivo”. No se entienden los recientes movimientos en
Europa si no se ve en ellos más que una emoción. Hay que distinguir entre
indignación y lógica compasiva. Esta última es eminentemente teatral y
abstracta, manipula estereotipos que no inscriben su horrible singularidad en
nuestra historia. Esta mediatización señala lo que Luc Boltanski llama “un
sufrimiento a distancia”. La lógica compasiva produce a lo sumo una solidaridad
de hecho –vean cómo sufren–, pero no una solidaridad de rechazo y menos aún de
proyecto. Deriva en laxitud compasiva, cansada y desgastada antes incluso de
haberse movilizado. Además, lo compasivo, “bajo apariencia de estar más cerca
de las víctimas… interfiere en las mediaciones institucionales” (Myriam
Revaultd´Allonnes). El discurso de la emoción se complace en la descarga
afectiva que impone el espectáculo de desgracias llevadas al rango de
imágenes-emblemas sensacionales, descuidando su deber de compromiso. Lo que nos
provoca sensación no nos aporta mucho moralmente.
La emoción es de orden psicológico;
el sentimiento, de orden existencial. Lejos de ser arbitrario, el “esto no es
posible” de la indignación entra trágicamente en el reino de las normas. En ese
sentido, el “no” frente al mal es también fuerte afirmación de un “sí” a la
vida.
La indignación –que no se confunde
con una emoción fugaz y ocasional- se acerca bastante a esa piedad que Rousseau
definía como lo que “nos inspira una repugnancia natural a ver perecer o sufrir
todo ser sensible y, principalmente, a nuestros semejantes”. Consideremos
primero la idea de semejante. La indignación, como la piedad, mantiene esa
idea. Es disponibilidad a la apariencia sensible de lo humano más allá de las máscaras
que hacen de él un estereotipo: clochard, rom, indocumentado, moribundo, etc.
Así se torna expresión de una relación moral altruista nutrida de la fisura que
experimenta, es en nosotros la disponibilidad a la vulnerabilidad y, fuera de
nosotros, una disposición relacional. La laxitud compasiva nos anestesiaba; el
sentimiento de indignación nos sensibiliza y moviliza.
UNA PREPARACIÓN AL COMPROMISO
La indignación es también la santa
cólera en versión secularizada, como observa LyttaBasset. Manifestación de una
dimensión axiológica, no viene ya desde lo alto a partir del esplendor de la
verdad moral, sino que surge de abajo a partir de un ser afectado por una
vulnerabilidad. Y define el lugar de algo esencial: “¡Eso no debe ser!”. Si es
más fácil en un régimen pluralista afirmar lo que no debe ser que lo que debe
ser, se comprende que la indignación nos despoja de nuestra voluntad de
justificaciones sociales o morales. Más allá de la norma moral, se enfrenta con
lo fundamental de la vulnerabilidad. Probablemente es por ello que la
indignación conlleva una dimensión trans-local y trans-partisana, una postura
apolítica que desconfía de las formas instituidas (partidos, instituciones,
sindicatos, etc.), en nombre de una reivindicación de autenticidad. Al discurso
moralista que dice lo que tiene que ser, la indignación opone el decir ético de
un sentimiento moral que expresa lo que no puede ser: esos pobres dormitorios
improvisados bajo los puentes de París en invierno.
Tampoco puede
ser esos jóvenes senegaleses partiendo en embarcaciones precarias o
contenedores para probar su suerte en los países del Norte (que recuerdan haber
hecho caer el muro de Berlín pero son insensibles a los muros que ellos
levantan en la frontera de México, en el desierto marroquí, a laspuertas de
Europa, entre Israel y Palestina). “Estono debe ser”, es la atormentada letanía
del mundo en sus dolores, cada vez más atroces.
El sentimiento de indignación es una
“exclamación moral” (FrédericWorms), de la cual habrá que aprender a sacar sus
consecuencias éticas y políticas. Sismógrafo que registra los temblores en las
tierras de la desgracia, la indignación es su indicador sensible e inmediato.
“Me gustaría poner en un sitio de honor un sentimiento fuerte como la
indignación, que enfrenta en negativo tanto la dignidad ajena como la propia;
el rechazo a humillar expresa en términos negativos el reconocimiento de lo que
hace la diferencia entre un sujeto moral y un sujeto físico, diferencia que se
llama dignidad, dignidad que es una grandeza que el sentimiento moral aprehende
directamente” (Paul Ricoeur).
En la línea
divisoria que separa la urgencia de formular un principio y la situación
singular de un contexto indignante, la indignación es ambivalente. Del lado de
la expresión objetiva de un principio –uno se indigna más por el otro que por
uno–, puede derivar en intransigencia, pero marca una responsabilidad esencial.
Del lado contextual, su dimensión sensible explora territorios del mal
descubiertos en sus particularidades. Es una disponibilidad a dejarse afectar
por una exterioridad herida y reconocida en su valor insustituible. Frente a la
desgracia ordinaria sale de la indiferencia y, entonces, marca la distancia.
Uno se indigna no de la pobreza en general sino de un pobre en particular.
El sentimiento de indignación alerta
sobre toda una gama de sentimientos morales que realizan la sutura entre el
reino de las normas y la vida. Invita a reconocer el rol singular que allí
juegan los sentimientos. Nuestro racionalismo nos lleva a olvidar que hay
sentimientos morales, “pasiones del alma”. Deseo de la vida que se reconoce en
una vida dejada de lado, la indignación es así rechazo de las caricaturas en
sus manipulaciones y humillaciones diversas. Doble aspecto del sentimiento de
indignación: es la experiencia de un absoluto que permite remontarse hasta el
principio que la hace posible; realiza la experiencia moral no tanto antes de
la trasgresión de una norma exterior –el moralismo– sino en la prueba profunda
de una inadecuación entre el deseo de ser y el mundo. “Rebelión”, habría dicho
Camus.
DEL SENTIMIENTO A LOS CONTEXTOS
Frente a una pasividad que obliga y
al “espectáculo” de un mal que atormenta, la indignación inaugura la acción de
uno mismo. El sujeto toma la medida afectiva y efectiva de sus fuerzas,
verificando su propia potencia delante de lo trágico de la existencia. Pero la
indignación sería vana si no estuviera inscripta en contextos que la
configuran, sin condiciones sociales que organizan roles e instituciones
políticas que la materializan. ¿Qué cuadro interpretativo, biográfico y
cultural, le permitirá entonces desplegarse concretamente como oposición al
mal?
En la historia de las experiencias
morales, los motivos tradicionales del compromiso hasta el sacrificio
–heroísmo, patriotismo– no son ya una opción. La historia de la indignación es
un buen indicio. Ya no nos indignamos por ideales colectivos juzgados como
abstractos sino por realidades sensibles cuya efectiva precariedad hemos
constatado: prójimos, medios, humanos o no humanos. Uno se indigna no a partir
de un principio objetivo sustantivo (la afirmación de la Dignidad , de la Patria ), sino partiendo de
una experiencia sensible subjetiva (la vulnerabilidad que viven ciertos seres):
la inmolación de un estudiante sin trabajo en Túnez, el episodio de una mujer
sin techo en las calles de París (relatado por el Abbé Pierre en la radio
Luxemburgo), la historia de un indocumentado ahogado entre Calais y Douvres
intentando alcanzar Inglaterra a nado…
La indignación es el punto de encuentro
entre una historia personal –una biografía– y un contexto –un ambiente, una
sociedad, una cultura–. Este sentimiento no es, entonces, toda la experiencia
moral y política, sino su comienzo. Además, apunta a una situación singular de
la cual indignarse para hacer lo que hay que hacer.
La historia de
nuestras indignaciones remite a propias experiencias, a nuestra memoria moral,
a los cuadros sociales de los imaginarios del actuar que llevamos en nosotros
(imaginario de la Comuna
de París, del grito del Abbé Pierre, de la gran huelga de 1995, etc.). La
indignación debe así ser “recuperada”, retomada y dilucidada para que, en
contextos singulares, sea posible iniciar una respuesta justa y adaptada a los
desafíos éticos y políticos que presenta.
INDIGNACIONES, UN PLURAL NECESARIO
Además del contexto de una historia
personal, la indignación se despliega en terrenos de aplicaciones igualmente
singulares. Se hace oír por el lado de los dramas humanos en la indignación
humanitaria –desde las hambrunas a los sin techo–.
Se despliega
también respecto de los no humanos y de los recursos naturales en la
indignación ecológica. Una historia de la indignación concebida como historia
de una “pasión” política y moral está así en condiciones de inscribir un nuevo
territorio por explorar en el siglo XXI: la movilización ética y política en
favor de la naturaleza. La historia de estas indignaciones desde hace tres
siglos revela los lugares del combate moral y político contra el mal.
La declaración de los derechos del
hombre es así audible –antes de ser un texto, es una declaración, un grito
indignado– como la declamación fuerte y sin lirismo de indignaciones
contextualizadas frente al mal que “el hombre hace a otro hombre”, cercano o
lejano.
Se explicitarán estos lazos entre
indignación y contexto, retomando la tipología que propone Luc Boltanski,
distinguiendo entre “indignación que une”, “que divide” y “que desconcierta”.
La “indignación que une” reviste un alcance simbólico, apuntando a la fundación
del mundo humano destrozado. Expresa la vulnerabilidad y la precariedad de lo
humano desnudado por el mal. Se piensa en el grito de cólera del AbbéPierre en
el invierno de 1954 y de todos los inviernos que siguieron respecto de los que
tenían viviendas precarias, o la diversidad de los gritos de los indignados en
lo que se conoce con el término genérico de “primavera árabe”, pero que sería
más justo entender en la singularidad de los contextos tunecino, libio,
egipcio, marroquí, etc. La “indignación que divide” se desprende de una
hermenéutica de la sospecha si se piensa en el escándalo de la sangre
contaminada y en los conflictos de intereses concernientes a la vacunación
contra la gripe H1N1. En Francia, la indignación comenzó como movimiento del
sentimiento moral y se tornó motivo de compromiso e institucionalización,
ocasionando una discusión sobre lo esencial o el valor acorde a la realidad
convocada. La “indignación que desconcierta”, finalmente, manifiesta un desafío
originario y la incapacidad ética de hacer un balance entre convicción y
responsabilidad. Se piensa hoy en el debate sobre el cambio climático, la
sublevación del hambre, la no aceptación social de las nanotecnologías, etc. El
desconcierto en cuestión lleva a pasar de la manifestación de un rechazo a la
afirmación de un principio. La
dificultad radica en que la indignación es la guardiana ética y metafísica de
un esencial que no llega a traducirse adecuadamente en el campo de los
conceptos y de las instituciones. Ahora bien, lo equívoco de ella surge porque trastoca
nuestras seguridades morales ya establecidas y las normas sociales.
La turbulencia hace temblar también
la base antropológica sobre la cual nuestro posicionamiento ético estaba
instalado. Esta “indignación que desconcierta” es la más interesante porque
cuestiona y moviliza la imaginación práctica, la creatividad ética de los
actores. Invita a las libertades a intentar desplegarse en toda su imaginación,
su savoir-faire profesional, su sensibilidad… para dar concreción y textura a
un sentimiento de indignación que, sin ello, correría el riesgo de permanecer
como formalidad. La urgencia indignada sacude.
“Pero lo no negociable no prescribe
jamás nada positivo; exige que se discuta, que se investigue, que se escrute el
alcance de ese principio, es decir, que se examine el llamado concreto a actuar
midiendo las dimensiones de la empresa, que no se develan sino a una
inteligencia reflexiva” (Paul Valadier). El sentimiento de indignación
moviliza, más allá de la inteligencia y la voluntad, una imaginación ética
práctica que consiste en sentirse preocupado por “el aquí y el ahora”, a
contextualizar y a donar una cuota concreta al ejercicio de nuestra iniciativa.
No basta con deliberar con calma para dar recomendaciones, es necesario
indignarse para movilizarse y decidirse a actuar. Así, la indignación puede
nutrir una inventiva práctica puesta al servicio de una inteligencia moral en
contexto.
RESPONSABILIDAD Y VULNERABILIDAD
Si bien sería posible intentar que
aparezca la obligación moral desde el lado objetivo –el “lo que tienes que
hacer” (sollen) kantiano–, hay también otras fuentes de la obligación moral (el
“heme aquí” delante del llamado de lo vulnerable, como diría Levinas; el “esto
ya no es posible” de la propia indignación). Así, la indignación se desprende
de ese sentimiento de estar obligado, de una imperiosa movilización por lo que
nos afecta. El clima moral contemporáneo, cuyo signo es la indignación,
registra ese desplazamiento: menos “ser responsable de” que “ser responsable
para”, una vulnerabilidad que obliga.
Por lo tanto, la indignación no está
marcada por un rechazo al compromiso y a la institución, sino que prepara la
invención de instituciones ajustadas al sentido de lo real. La indignación es
atención a esas fallas donde algo universal se manifiesta en lo histórico y que
conviene preservar. Es un piloto que identifica los territorios de la
responsabilidad. Hay que entender plenamente la pregunta “¿de qué nos
indignamos?”. Es central porque resiste a lo que engendra la lógica compasional:
la laxitud compasional, que adolece de precisión, generaliza y desalienta la
responsabilidad, satisfaciéndose de las lamentaciones fatalistas. Por el
contrario, la indignación es musa para una imaginación ética singularizante.
Este “de qué” nos indignamos manifiesta una identificación rigurosa, una
cartografía precisa, de la que puede dar fe, como experiencias de lo terrible y
del mal en sus formas históricas. La indignación se continúa y se despliega en
compromisos y en instituciones que la mediatizan.
En Las aventuras de la dialéctica,
Maurice Merleau- Ponty insistía: “A la prueba de los acontecimientos, tomamos
conocimiento de lo que es inaceptable y es esta experiencia interpretada que se
vuelve tesis y filosofía.” Puede que eso sea la indignación: el reconocimiento
afectivo de algo inaceptable que nos pone, ética y políticamente, en
movimiento.
El autor es filósofo; su último
libro se titula “Vulnérabilité, Pour una philosophie du soin” (PUF, 2010).
El artículo
completo fue publicado por la revista francesa Études.
Traducción y
edición: Alejandro Poirier
Etiquetas:
conflictos, indignados, pobreza, Revolución, sublevaciones
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