por Navarro Floria, Juan G. ·
La propuesta de modernización del Código Civil Argentino
presentada por el Gobierno nacional tiene aciertos innegables pero también
aspectos muy preocupantes, especialmente en materia de derecho de las personas
y de familia.
«Ma vraie gloire n’est pas d’avoir gagné quarante
batailles; Waterloo effacera le souvenir de tant de victoires ; ce que
rienn’effacera, ce qui vivra éternellement, c’estmon Code Civil».1
Napoléon
Bonaparte
Cuando en su larguísimo monólogo
ante el Congreso el pasado 1º de marzo la Presidente Fernández dijo que se
sentía “un poco como Napoleón”, es probable que la mayor parte del auditorio la
haya mal interpretado. Pero ella lo dijo para introducir el anuncio de la
próxima remisión al Poder Legislativo de un nuevo Código Civil, que sin embargo
tendrá algunas notables diferencias con el “Code” que Bonaparte promulgó para
los franceses, sirvió de modelo para la codificación moderna y fue el orgullo
del gran corso, según la frase que se le atribuye.
El Código Civil Argentino, obra de
Dalmacio Vélez Sarsfield, ha cumplido ya 142 años. Su larga vigencia, más allá
de las reformas (algunas profundas) que ha sufrido, es prueba de su excelencia.
Sin embargo, desde hace tiempo hay cierto consenso en la comunidad académica
acerca de la conveniencia de su actualización integral, su unificación con el
todavía más antiguo Código de Comercio (o lo poco que queda de él), y la
incorporación de diversas instituciones jurídicas que hoy se rigen por leyes
dispersas. Varios intentos en ese sentido se acometieron y fracasaron en las
últimas décadas.
El año pasado la Presidente
Fernández encargó redactar un nuevo Código a una comisión de tres personas: los
jueces de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti y Elena Highton de Nolasco, y la
ex juez de la Corte Suprema de Mendoza, Aída Kemelmajer de Carlucci. No deja de
ser sorprendente que el Poder Ejecutivo encomiende legislar a los jueces (y que
ellos lo acepten), cuando la tarea corresponde a otro poder del Estado. La
comisión así nombrada encomendó a varios grupos de juristas la redacción de
anteproyectos de capítulos determinados, pero reservándose el ensamblado de
todo. Es importante decirlo, porque ninguno de los entonces convocados pudo
intervenir en el conjunto de la obra y, por lo tanto, ser considerado
responsable de ese conjunto ni de muchas de sus partes con las que, se sabe,
muchos disienten.
No es éste el lugar para un análisis
exhaustivo, ni sería posible hacerlo en esta revista. Es una obra enorme,
probablemente la mayor de la legislación argentina. El Derecho Civil, se sabe,
interesa a todas las personas y a lo largo de toda la vida, desde antes del
nacimiento hasta después de la muerte. Lo que allí se diga necesariamente nos
afecta, aunque no lo sepamos.
El Código proyectado tiene aciertos
innegables. Es mucho más breve, y mejor ordenado, que el vigente. En numerosas
materias recoge lo que a lo largo de muchos años fue trabajando la
jurisprudencia y la doctrina; y también se hace cargo de la gran cantidad de
avances tecnológicos que han modificado tanto la vida cotidiana. Más allá de
las discusiones posibles sobre aspectos determinados (en general técnicos),
puede decirse que en las materias que tienen que ver con lo patrimonial
(derecho de las obligaciones, contratos, derechos reales) se ha hecho un
trabajo serio y aceptable.
Sin embargo, donde el anteproyecto
desbarranca irremediablemente, y lo hace difícil de digerir, es en materia de
derecho de las personas y de familia. Tampoco podemos acá explicar todo lo que
allí se contiene, pero bastará con señalar algunas de las novedades propuestas,
para entender la alarma:
a) el primer problema es el concepto
mismo de persona. El Código vigente definió en 1869, con admirable acierto y
ajuste a la realidad biológica y ontológica, que “comienza la existencia de las
personas desde su concepción en el seno materno”. La referencia al “seno
materno” en esa época era una obviedad, porque no podía imaginarse otra cosa:
lo relevante era afirmar que la vida humana, y la existencia de la persona,
comienzan en la concepción y no en el nacimiento. Normas posteriores, incluso
de jerarquía constitucional (como la ley aprobatoria de la Convención sobre los
Derechos del Niño) prescindieron de esa aclaración y se refieren a “la
concepción”, a secas, englobando natural y lógicamente a la producida en forma
extracorpórea.
El texto proyectado trae una
inadmisible discriminación entre seres humanos que son personas, y otros a los
que se reduce a la calidad de “cosas”, privados del derecho a la vida y de
todos los que de él se siguen. Dice que comienza la existencia de las personas
“con la concepción en la mujer, o con la implantación del embrión en ella en
los casos de técnicas de reproducción humana asistida” (abarcando, porque no se
la excluye, la fecundación artificial realizada en el propio seno materno). Obviamente,
esto da lugar al descarte de embriones (su adopción no ha sido prevista), su
uso industrial, su tráfico… A último momento y por gestión de la Conferencia
Episcopal, se incluyó la salvedad de que los embriones no implantados serán
protegidos por una ley especial, pero ella no está siquiera proyectada.
b) Tal como anunció la Presidente al
Congreso, el Código propuesto legisla por primera vez entre nosotros sobre
“reproducción humana asistida”, lo que no está de suyo mal, porque son técnicas
que existen y que hoy se usan de cualquier manera y sin limitaciones. Lo que
está muy mal es el modo en que se lo hace, aceptando las alternativas más
“liberales” y menos restrictivas de la legislación comparada. Con un
direccionamiento muy evidente a facilitar la producción de hijos para parejas
homosexuales (y no a superar problemas de infertilidad de matrimonios, aunque
estos puedan también beneficiarse de la novedad), se acepta todo: el alquiler
de vientres (llamado eufemísticamente “maternidad por sustitución”), la
fecundación post mortem, la atribución de hijos a
parejas homosexuales, y cuanto se quiera imaginar.
El alquiler de
vientres es especialmente chocante, más allá de su promoción mediática, porque
significa cosificar a la mujer (seguramente a las mujeres pobres que se
prestarán a él), despreciar el vínculo de la madre gestante con el hijo que va
a parir y privilegiar el interés de los adultos por sobre el de los niños.
c) Vinculado con lo anterior, hay
una innovación profunda en materia de filiación. Se vuelve a la distinción de
distintas categorías de hijos, con derechos distintos. Los nacidos de “modo
natural”, por decirlo de alguna manera, y los producidos en laboratorio. Estos
últimos no tendrán derecho a ejercer acciones de filiación para vincularse con
sus verdaderos padres biológicos, sino que quedarán condenados a ser hijos de
la o las personas que hayan expresado su “voluntad procreacional” en el
contrato con el laboratorio, y que podrán ser dos personas del mismo sexo. El
derecho a la identidad, por el que tanto lucharon los defensores de los
derechos humanos, queda así gravemente herido.
d) El matrimonio, ya muy desfigurado
desde la aprobación del “matrimonio igualitario”, queda todavía más
desdibujado. Su único efecto propio será el nacimiento de un deber de
asistencia concretado básicamente en obligaciones económicas. Pero los cónyuges
ya no tendrán obligación de vivir juntos, y el deber de fidelidad quedará reducido
a un vago “deber moral” sin consecuencias para su violación. El matrimonio será
una unión extremadamente frágil: podrá terminarse por la voluntad unilateral de
los cónyuges, expresada en cualquier momento (aún al día siguiente de
celebrado) y sin necesidad de dar ninguna razón. Es el repudio liso y llano.
Los jueces estarán obligados a divorciar, y en todo caso luego se abrirá un
litigio acerca de las consecuencias que eso traiga para los hijos, los bienes y
demás.
Se argumenta que la ley debe contemplar
todos los distintos modelos de familia. Con ese argumento y filosofía, no hay
ninguna razón para prohibir la poligamia, o el “poliamor”, por lo que no sería
extraño que en cualquier momento algún juez administrativo de Buenos Aires
declare inconstitucional el nuevo código y autorice esas formas de familia.
Pero el respeto por la libertad es relativo, porque al mismo tiempo se
desconoce toda validez al matrimonio estable celebrado ante la Iglesia, y se
prohíben los pactos de estabilidad del matrimonio, por ejemplo. Lo cierto es
que sólo se regulan y fomentan uniones débiles y carentes de compromiso. Pero
al mismo tiempo y contradictoriamente, se regula a las “uniones convivenciales”
(nombre elegante del concubinato), creando para ellas un estatuto imperativo al
que quedan sujetos quienes se unen sin casarse, con efectos casi iguales a los
del matrimonio.
Naturalmente, también hay en el
Anteproyecto muchas cosas positivas. Sería larga la lista. Podríamos incluir la
afirmación del principio de buena fe y el repudio del abuso del derecho, la
regulación ordenada y en general correcta de los derechos personalísimos
(también a último momento se incluyó la declaración de nulidad de las
directivas de salud que impliquen eutanasia), la protección de la vivienda familiar,
la protección de las partes débiles en los contratos de consumo o de adhesión,
el reconocimiento de la propiedad comunitaria indígena, y varios más.
Otras cuestiones
novedosas son controversiales, pero no necesariamente objetables: la
posibilidad de pactar un régimen de separación de bienes en el matrimonio, la
disminución de la porción legítima de la herencia para los hijos ampliando la
posibilidad de disponer por testamento, etcétera. A lo que se suma la
regulación de una buena cantidad de contratos, civiles y comerciales, de modo
ordenado y moderno.
En cualquier caso, lo que parece
imprescindible es que el proyecto de Código sea sometido a un debate serio y
riguroso. El ámbito natural para eso es el Congreso, aunque la mayor parte de
los legisladores lamentablemente carecen de la preparación técnica necesaria
para una discusión de esta naturaleza y envergadura. Pero al menos deberían oír
a las academias y facultades de Derecho, a los colegios de abogados y de
magistrados y a las instituciones realmente representativas de la sociedad
civil.
Ojalá la
responsabilidad prime por
sobre la ansiedad de pasar a la historia y al bronce.
1. “Mi
verdadera gloria no es haber ganado cuarenta batallas; Waterloo borrará el
recuerdo de tantas victorias; lo que no podrá ser borrado, lo que vivirá
eternamente, es mi Código Civil”.
DETRAS DE CADA TRAMITE HAY UNA NECESIDAD O UN DOLOR, UN DERECHO Y TODA DEMORA OCASIONA UN PERJUICIO
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